La gente siempre dice que las primeras impresiones son fundamentales. Generalmente cuando uno piensa en un lugar, esa primera imagen que tuvo es la que perdura y lo acompaña a uno por el resto de sus días. Pues bueno, mi primera impresión de Seychelles fue una mezcla entre “estoy aterrizando en el paraíso” y “qué dicha que salí de la suciedad y el desorden de Madagascar” (Y pueden leer la entrada que hicimos More y yo sobre Madagascar aquí). Y es que aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Seychelles es alucinante. Durante el descenso, el avión le da la vuelta a la isla de Mahé y desde la ventana se ven no sólo las múltiples playas de la isla sino también las montañas en su interior… Y a pesar de que ese día estaba nublado, los azules y verdes del Océano Índico estaban por todas partes. Finalmente, como suele ocurrir en estas islas, el avión aterriza en una pista que aparece de la nada entre las montañas a la izquierda y el mar azul a la derecha. Era sin duda el paraíso.






Pero las primeras impresiones a veces cambian y eso fue justamente lo que me pasó a mí en Seychelles. Es un lugar alucinante, sin duda, pero tiene peros, muchos peros. Entonces, para contarles un poco nuestros encantos y desencantos en ese país, hoy vamos con una entrada sobre los días que pasamos More y yo en tres de las islas de Seychelles: Mahé, Praslin y La Digue. Traigan café y acomódense que empezamos… Bueno, empieza More que fue la que escribió la entrada, así que cualquier queja, directamente con ella. Lo que sí es cierto es que, después de leer la entrada que me mandó, me di cuenta de 2 cosas: 1. Ella usa DEMASIADOS términos colombianos… tanto así que me tocó meterle la mano a la entrada para dejarla en un español un poquito más neutral, y 2. Ella escribe como habla. Me sentí sentado en un café conversando con ella como si la tuviera al frente. Esto, claro, nos deja con una entrada bastante diferente a las que estamos acostumbrados, pero en la variedad está el placer, así que no nos quejamos y más bien nos vamos de la mano de More hasta las Islas Seychelles. Disfruten.
Seychelles, los encantos y desencantos del paraíso
Nuestra historia en Seychelles empezó en noviembre del 2017, cuando el Mapache intentaba convencerme de que no había nada mejor en el mundo que se me pudiera ocurrir hacer en mi vida que irme a pasar año nuevo con él en la paradisíaca Seychelles. Ni yo sé por qué se le metió en la cabeza esa idea a él ni cómo hizo para convencerme a mí (Nota del Mapache: Pues porque era el único país del Océano Índico africano que faltaba por conocer… fácil compañera). Bueno, sí sé: África. Me parece que ninguno de los dos considera la playa como su destino ideal, somos de esas personas que son felices en otros paisajes. Sin embargo, así se dieron las cosas y pues nadie le dice que no a la oportunidad de playa. Uno tiene muy bien implantado ese chip caribeño que en el mar la vida es más sabrosa y punto. Para ser sincera, yo no sabía de Seychelles absolutamente nada. Bueno, sí sabía par cosas, bastante superficiales y de revista de farándula. Sabía que allá había sido la luna de miel del Príncipe William y Kate, y que, por supuesto, era el balneario de los niños ricos de este planeta, especialmente de todos los que no habitan en el continente americano. Así las cosas, me puse a estudiar el asunto para saber qué hacer, porque era evidente que ninguno de los dos considerábamos viable el asunto de pasarnos los días en Seychelles tirados en la playa. Y por más actividades, tiempo de playa hubo de sobra.
Seychelles es la joya del Océano Índico africano, con sus infinitas playas, sus parques naturales, cascadas, y las múltiples islitas que conforman el país. Así pues, establecimos nuestro centro de operaciones en la capital, Victoria, ubicada en la isla mayor, Mahé. Eso estaría bien, pero de entrada teníamos claro que era un desperdicio quedarse sólo en la “ciudad”. Ahí teníamos la oferta gastronómica, las celebraciones de año nuevo y todo eso, pero pues había otras actividades en las demás islas, especialmente si uno quería ir a las playas más bonitas, a los atractivos turísticos y conocer el coco de mer en su hábitat natural. Además, había un parque patrimonio de la UNESCO y la posibilidad de tardear con las tortugas gigantes centenarias.
Habíamos identificado un par de posibles actividades para el 31 de diciembre. Aunque como entre ñoños nos entendemos, coincidimos en que los viajes son para sacarles el jugo y no padeciendo el trasnocho post-rumba. Teníamos una única cosa clara, que teníamos que aprovisionarnos porque el 1 de enero el país no funcionaba y pues uno no podía quedarse por ahí sin seguridad alimentaria. Ya con unos mínimos, resolvimos que Airbnb y carro nos resolverían la mitad de los problemas, y con el Excel previamente preparado (con listado de cafés, playas, restaurantes y atractivos turísticos), ya tendríamos como solucionar todo.
Seychelles venía después de Madagascar. De la plaga a la playa, literal. Y a la playa de los ricos y famosos, para mayor precisión. De Madagascar salimos a las altas horas de la madrugada, no sin antes llenar un detallado cuestionario que preguntaba si habíamos estado cerca de personas enfermas, si habíamos estado en cercanía de algún cadáver y demás detalles que lo dejan a uno en pánico. Me había traumatizado un poco el cuestionario de salida por las preguntas sobre la peste bubónica que por esos días era la epidemia en el país, y para rematar, ha sido de momento la primera y única vez en la vida que me toman la temperatura como prerrequisito previo a la facturación. Aclaro que no había el menor riesgo que me quedara en Tana (nombre de cariño para Antananarivo) en caso de que tuviera fiebre. Pero, aún así, era evidente que iba a extrañar mucho a Madagascar.
El ingreso traumático venía acompañado de la cantaleta del Mapache, absolutamente desesperado con Tana ya en ese momento, que mucho calor, que una cosa, que la otra, que no hay una puerca tienda abierta para comprar café a esta hora. En fin. Un par de latinos hablando en español a toda velocidad, desesperados y agotados resultábamos además siendo espectáculo de medianoche para los malgaches y turistas que andaban muriendo de calor, como nosotros, en el aeropuerto.
Mientras esperábamos nuestro vuelo, además de sufrir porque me quería quedar, me imaginaba la llegada a Seychelles. Pero había algo más que me hacía mucha ilusión, y era la promesa de café en nuestra escala, en el aeropuerto de Nairobi. Como no hay vuelo directo de Madagascar a Seychelles, hay que ir al continente y volver. Algo así como esa ridiculez que para viajar entre muchas ciudades principales de Colombia hay que volar primero a Bogotá. Pues así. En este caso la vuelta tenía de buena una cosa, porque si algo me había dicho el Mapache hasta el cansancio, era que en nuestra escala habría buen café, y eso era alegría para mi corazón. Para nuestros corazones, porque la verdad es que el buen café había sido escaso en Tana.
Nuestro vuelo, medianamente movido, fue relativamente silencioso, entre otras por la hora nefasta (y el cansancio). Yo he volado muchas veces con personas que detestan volar, solo que ninguno tan canchero como éste, ninguno con tanto conocimiento de aviones y rutas de vuelo, y ninguno con la batería de mapas que tiene el Mapache en su celular. Me alcancé a sentir mal y todo, como si yo no fuera lo suficientemente nerd ya, con mi maravilloso Excel de viaje al que le invierto tiempo, esfuerzo, debida diligencia, así como detalles importantes, grandes y chicos. Claro, a mí me gusta ver por dónde vuelo, sobre qué vuelo, pero no tengo la necesidad de saber exactamente dónde estoy en cada momento del vuelo porque yo no siento temor alguno. Dormí poco durante el vuelo porque me puse a ver una película maravillosa y divertida sobre los choques culturales y étnicos en las relaciones. Y con el cariño de una madre (porque tal parece que a ratos debo cumplir como madre suplente), supervisaba de reojo (porque afortunadamente tenía al joven a mi derecha) el sufrimiento del Mapache con la turbulencia.
Llegamos a Nairobi y recuerdo el desayuno y los cafés. Lo demás fue para mí borroso porque la verdad, mientras el Mapache se comunicaba con el planeta, yo dormí por ahí en unas sillas, usando nuestros morrales como almohada y aprovechando que había quien me cuidara la espalda. Sí tengo un hermoso recuerdo, cuando recién aterrizamos. Fuimos directo por café a un sitio llamado Java, que luego se convirtió en uno de mis sitios favoritos de la vida. Es en serio, todavía recuerdo perfectamente mi último café en Java. Nos atendió una señora hermosa a la que le pedimos los lattés más grandes que se pudieran hacer. El Mapache los pidió además hechos con mucho amor y procedimos a explicarle a esta señora que veníamos de muchos días sin buen café, que estábamos traumatizados y que no entendíamos cómo la gente podía vivir así. Ella tampoco lo podía entender. Vivir sin buen café era evidentemente un absurdo para todos los involucrados en esta conversación. Ella se divirtió con nuestro recuento, se apiadó de nosotros, lanzó unas instrucciones en swahili (para mi felicidad auditiva), y terminó sus instrucciones con “with love” en perfecto y musical inglés. Y todo lo anterior lo remató con una sonrisota. Una sonrisa de esas, de las que saben. Así que nos quedaba claro que había acatado a cabalidad nuestra solicitud. Ahí me di cuenta de que ésa era el África que yo anhelaba ver, la que tenía perfectamente dibujada en mi imaginario desde niña (compuesta de cuanto dato, recuento geográfico, histórico, música e imágenes que venía recopilando desde que tengo memoria), esa África de la que también me había hablado tantísimo el Mapache. Ese sabor del continente que literal te enamora. Esa África que no era Madagascar, y que tampoco sería Seychelles. Todavía no había sido testigo de tantísima sabrosura, pero sabía que no tardaría en llegar.
El vuelo a Seychelles, por la hora y por todo ya fue diferente, oímos música (el Mapache, ponía toda su música en aleatorio y resultaba genial pues era absolutamente ecléctico y de todo mi gusto). Echamos chisme todo el vuelo, chequeando constantemente el mapa para saber qué estábamos sobrevolando. Así que aprendí cositas sobre la geografía africana que yo desconocía. No necesariamente #datoscocteleros, pero para mí del mayor interés. Por supuesto también repasamos fotos, el dichoso Excel, y hasta almuerzo nos dieron, qué vuelos tan largos.
Sabía que en este tramo del viaje (al igual que en Comoras), había una misión sine qua non. El señor Mapache no tenía bandera del Seychelles, lo que implicaba que, entre nuestras múltiples actividades, debíamos hacer TODAS las gestiones para conseguirla. Mejor dicho, podríamos haber sacrificado la seguridad alimentaria y el consumo del café. La bandera no. Éste es el nivel. Si bien fue un tema de convivencia durante todo nuestro tiempo allá, coronamos con la bandera en nuestro último día en Seychelles. Y me adelanto para contar una infidencia, a manera de servicio social. Consejo para la vida y para el amor: quédense con quien los mire como este señor mira una bandera nueva. Es menester. No hay amor más grande, sincero y desinteresado que ese. Eso es amor del bueno, del de las canciones. Si me van a hacer caso en la vida con una cosa, que sea ésta.
Llegamos casi a las 4 pm a Mahé, la isla principal de las Seychelles. En inmigración nos preguntaron todo tipo de cosas porque veníamos de Madagascar y querían descartar que estuviéramos contagiados de la peste bubónica… y pues todo era sospechoso en nosotros, incluyendo el hecho que ni nuestros acentos ni nuestros aspectos parecían coincidir con las nacionalidades en nuestros pasaportes. Fue el lugar donde más problema generaron nuestros documentos, porque no cumplíamos el perfil y porque veníamos de Tana. Pero finalmente salimos, reclamamos nuestro equipaje, nuestro carro y arrancamos. Nos hicieron la entrega del apartamento, dejamos nuestras cositas, nos cambiamos y por primera vez en muchos días en medio de tantísimo calor, me pude poner unos shorts y unas sandalias sin tener que preocuparme por la plaga. La dicha absoluta. Hecho eso, nos fuimos a explorar Victoria, la capital de Mahé y de las Seychelles. Estaba finalizando la tarde y yo no entendía este calor de mediodía que iba a acabar conmigo.
Luego de los días de caminar estresados y asediados por los innumerables mendigos de Tana, de repente estábamos caminando tranquilamente por las calles, y yo andaba fresca con la cartera completamente abierta. Teníamos el carro y podíamos estacionarlo prácticamente en cualquier lugar. Todo estaba demasiado tranquilo. DEMASIADO. La percepción de seguridad cambió por completo. Bastó un par de minutos andando Victoria para las labores de reconocimiento, logramos además chulear varios de los atractivos turísticos porque la cuidad es diminuta. El famoso Clock Tower (que es apenas unos centímetros más alta que el Mapache) estaba ahí no más en nuestras narices y al lado la famosa fuente del Jubileo de Diamante de la Reina. Una fuente tiernísima y diminuta (si me parecía a mí diminuta que soy de estatura “promedio”, calculen). Alcanzábamos a ver unas iglesias, una mezquita, un templo hindú y otros lugares que luego visitaríamos porque ya por la hora, estaba todo cerrado.















Caminando Victoria se terminó de hacer noche. Mientras identificábamos qué restaurantes estaban abiertos (resulta que la mayoría de los días que estuvimos en Seychelles fueron festivos porque resulta que estos señores se toman muy en serio sus fiestas de fin de año y, había muy pocas tiendas y restaurantes abiertos). Y como ya les había dicho, llegamos a la conclusión que Seychelles tampoco era África, o al menos no esa África que tenía en mi mente (y que era pálido reflejo de lo que luego iba a ver con mi propio ojo).
La gente local en Mahé y en todas las islas que visitamos, era como de aquí y de allá, un revuelto de varias cosas. La vibra no era una vibra enteramente africana, no era parecido tampoco a la vibra malgache, ni a la comorana. Era un revoltijo ahí raro como con algo de creole. Y la vibra sí era isleña, podría decirse que casi caribeña, pero le faltaba sabor, le faltaba tumbao, era todo como muy tranquilo, inquietantemente tranquilo. Alguien luego nos explicaría que anualmente había un festival creole en donde participaban isleños de todas partes del mundo y reconocían varias de las islas de nuestro continente americano. Primera vez que sé de un festival internacional creole, para que sepamos y entendamos nosotros los continentales que los isleños hacen sus gestiones y preservan sus tradiciones a escala mundial.
Sin querer queriendo, nuestra inducción tranquila a Seychelles nos llevó al 31 de diciembre, así sin más ni más. Así que decidimos cogerla suave y pasear la isla.
Me pareció que tenía cierto encanto triste pasear por las enormes casonas del centro de Mahé pintadas de colores al mejor estilo isleño. Tristes porque se ve que tuvieron mejores días (y colores más vibrantes). Mi frase constante en Mahé era que a todo le faltaba una capa de pintura porque en las islas la brisa del mar y la humedad acaban con todo rápidamente y se ve muy dejado si no se le hace mantenimiento constante. Aún así, veíamos promesa en los lugares que se encontraban cerrados, como el mercado central.
Ya de día, detallamos con toda la calma del mundo el templo hindú, el templo más diminuto y coqueto y lleno de detallitos que yo había visto, y la mezquita, también pequeña y como anaranjada. Eso sí, no tan diminuta como la de Comoras, ni tan vieja ni tan encantadora. Y después de esa caminata, que posiblemente no haya sido ni de media hora (en el mar el tiempo se mueve a otra velocidad), llegamos a la playa Beau Vallon. Llegamos tan temprano (en esta isla nada pasaba antes de las 10am) que, aunque habíamos paseado ya por el centro de la ciudad, no había nadie aún. Los restaurantes al pie de la playa estaban por abrir, pero nos miraban como si les hubiéramos llegado al amanecer. Afortunadamente nos hicieron pasar y nos pasaron el menú. Teníamos una playa paradisíaca para distraernos y la promesa del café, así que no nos inquietaba que la comida se demorara en llegar. Solamente había un problema. El café realmente se demoraba, se sentía como si se hubieran ido a coger los granos al continente… Si hubiera un concepto como “hangry” para describir el malgenio que le puede dar a una persona por falta de café, ese habría sido el adjetivo para nosotros, no había playa paradisiaca que compensara. Urgía café en nuestros sistemas y nuestra impaciencia afectaba muchísimo el modo playero del restaurante. Afortunadamente café hubo y se reestableció la tranquilidad.








Las playas y los colores del mar en Seychelles son una cosa preciosa. Preciosa, reitero. Los colombianos estamos enseñados al mar de siete colores en San Andrés y Providencia y en el Tayrona, entre tantas otras bellezas. Y sí, son excepcionales. En particular, estoy convencida de que playas paradisíacas hay en todas partes del mundo (así no las haya recorrido todas). Para mí, el quid del asunto es que además de ser unas playas bonitas, especiales, en el Océano Índico, donde la temperatura del agua es absurdamente perfecta, estaba el hecho que nadie te asediaba, nadie está encima tuyo, intentando venderte alguna cosa, convenciéndote de la necesidad de hacerte un masaje. Nadie te jode. NADIE. En estas playas uno puede andar con tranquilidad, dedicarse a tomar el sol, y pasar horas enteras nadando, saltando olas y aprovechando esa energía bonita que hay en el mar. Porque como ya he escrito, en el mar la vida es más sabrosa.
Luego de caminarnos esa playa cuan larga era, tomar el sol, meternos al mar, echar chisme sobre lo divino y lo humano y volver a caminar, nos fuimos a explorar unas tienditas en el malecón. Preguntamos por la bandera, por opciones para nuestros paseos a las otras islas, y preguntamos cómo era la movida con los festivos, dónde encontraríamos sitios abiertos y qué era necesario comprar con anticipación. Como es de esperar, yo aproveché para una pausa de hidratación (viene mi cuña cervecera).



La cerveza local Seybrew es de esas cervezas playeras perfectas, suavecita, apenas para la sed. Esa es su única razón de ser y su única pretensión, ser refrescante y nada más. Deli. Y lo mejor es que se la puede uno tomar en la playa, así, tranquilamente. Ya habíamos hecho millones de cosas y apenas se había pasado la mañana. El tiempo allá era infinito. Volvimos a pasar por Victoria. Dimos otra vuelta por la ciudad, contemplamos momentáneamente la idea de robarnos una bandera, por si el exceso de días festivos nos impedía adquirir una. Ésta fue una idea recurrente, al menos mía, para mantener la armonía durante el viaje. Entenderán que a esas alturas del viaje era importante mantener una convivencia armónica pues no estábamos ni a la mitad de nuestro recorrido y yo no quería el drama que podría desencadenarse producto de una ausencia de bandera.


Mediodía del 31 de diciembre y nosotros urgidos de café. Recurrimos al Excel para encontrar un sitio, y decidimos dirigirnos hacia Eden Island, una islita artificial que es parte de Mahé y que tiene una marina. Era una parada estratégica antes de continuar visitando playas. Ahí había una serie de locales y de sitios que había destacado en mi Excel por las recomendaciones de otros viajeros. Y encontramos ahí nuestro sitio favorito de la isla, que se volvió nuestro sitio, ese de ir múltiples veces en el día. Nuestro Central Perk.
El sitio, que se llama Chatterbox, es café y restaurante. Y como este sitio, sólo hay 2 igualitos en el mundo (mismo concepto, mismos dueños). Está el de Seychelles, donde estábamos y el de Johannesburgo en Sudáfrica. Estaba muy recomendado en mi lista y además estaba en un muelle. La verdad es que el lugar estaba bastante bien. Resolvía todas nuestras necesidades de alimentación, de café, de bebidas y bueno, entre playa y playa uno sí necesita algo de tiempo para la tertulia libre de arena, y para descansar de tanta playa. En resumidas, somos muy disfuncionales y como no somos fanáticos del plan playero, necesitábamos alternar.



Por si fuera poco, había un supermercado diminuto también ahí, donde nos aperamos de cosas esenciales. El supermercado era Spar, era sudafricano y pues a cierto alguien se le metió en la cabeza que todo había que comprarlo ahí. Era para el Mapache lo que para mí sería encontrar en algún recóndito lugar del planeta un Carulla, un Whole Foods o un Trader Joe’s, supongo yo. ¿Recuerdan esa esa escena del Mago de Oz en donde Dorothy decía que no había ningún lugar como el hogar? Así se puso el Mapache cuando vio el Spar. Encontramos abierta también una bodega de vinos diminuta, atendida por sus propietarios que de paso estaban degustando unos vinos y que nos invitaron a probar. Era 31 de diciembre y había que brindar por el 2017 que llegaba a su fin. Por supuesto, la conversa con los amigos (un australiano que se había ido a Seychelles porque su esposa es de allá), me llevó a hacer una compra. Con la asesoría del Mapache (que no toma pero que se conoce todos los viñedos de Sudáfrica y su ranking), me compré un coqueto vino blanco sudafricano, The Wolftrap creo, estupendo (que me tomé en Comoras). Los amigos nos comentaron además que teníamos que ir a alguna de las fiestas que se iban a hacer por ahí cerca, para celebrar el año nuevo. Nos contaron que había diferentes opciones de plan y nos hicieron par recomendaciones. Como no teníamos nada que hacer, pues compramos unas boletas para una de las fiestas. Todavía nos quedaba un rato de tarde, así que anduvimos más por otro pedazo de la isla. Y luego arreglarnos para recibir el 2018.
Fuimos a cenar, un menú de 4 pasos que estuvo bastante bien y para la fiesta. Ya teníamos un poco de actitud fiestera y ganas de bailar. Ahora, no se emocionen. Seychelles es isla turística y poco se ve el verdadero sabor de los locales (o ausencia de). La música no estaba mal, sólo que muy poca gente bailaba y pues en su mayoría no daban pie con bola. De tiesos está hecho este mundo. Vimos un par de africanos bailando reggaetón con mucho swing y nosotros, con todo este sabor latino, medio nos movíamos sin querer, reconociendo todas las canciones populares del año. Era rara la selección de la música para la “fiesta” desde lo que resulta común para uno (que tiene el chip de lo que suena en América Latina y en el mundo anglosajón). No era una fiesta ni particularmente buena ni particularmente mala, sólo que uno no está en su elemento y tampoco tiene la posibilidad de tomarse la fiesta. Así que bueno, disfrutamos un rato la cosa, me tomé el shot de Jack Daniels más caro de mi vida (no había muchas opciones y los precios eran ridículos, ni en Islandia pues) y ya. A medida que se acercaba la medianoche, observamos que la gente local cantaba un par de canciones y hacía la cuenta regresiva en francés, para sorpresa nuestra. Medianoche, bienvenida al 2018, gritos y celebraciones de júbilo. Nos deseamos feliz año y decidimos que la fiesta no nos daba la talla, así que chao. Llegamos sobre la 1 am a echar chisme, tomar café y brindar con el espumoso sudafricano que me había traído el Mapache como parte de nuestro intercambio “de traídos”. Yo no podía creer que el 2017 me había regalado un viaje a África y en esos momentos estaba yo ahí, en ese maravilloso lugar. ¿Qué carajos podía importar más que eso? Nada. Ni mi sentimentalismo de fin de año podía con esa felicidad infinita que sentía yo de estar donde estaba.
Primero de enero y a que no adivinan qué hicimos. Pues playa, por supuesto y para nuestra dicha, las playas estaban completamente desoladas. Ese día estaba aún más desocupada Mahé y el recorrido en carro fue entretenido. El día se nos fue dándole la vuelta entera a la isla, con múltiples paradas por café y comida entre playa y playa y con recorrido (exterior) a uno de los parques naturales que tiene Mahé, se me escapa el nombre. Eran tantas las playas que llegó un momento en que perdimos las cuentas de todas las que habíamos visitado. Al principio íbamos lista y mapa en mano y ya al final éramos como “estacionemos por aquí y chismoseamos a ver esta playita qué”. Esa tranquilidad de dejar el carro arrimado en cualquier sitio y prácticamente con las llaves prendidas y todo ahí tirado, no lo había sentido yo sino en Islandia. Y en realidad es reconfortante, más para un día tan particular como el primero de enero.
Yo quisiera dar cuenta de cada playa con absoluta claridad y certeza. Pero me costó demasiado ubicarme en las playas de Mahé. Cuando uno ve las playas, todas se llama Anse algo. Anse quiere decir playa en el creole de Seychelles que se llama Seychellois. Así que nosotros pasamos por Anse Major, Anse Intendance, Anse Tamaka, Pointe au Sel, Anse à la Mouche, Anse aux Poules Bleues, Anse aux Pins, Anse Baleine, Anse Boileau, en fin. Yo ya ni sabía cuál anse era cual. Además, porque unas se nos pasaban de largo y sólo las veíamos desde el carro, en otras parábamos sin estar completamente seguros si era la playa que creíamos (porque uno caminaba apenas unos metros y una playa dejaba de ser anse tal y pasaba a ser anse pascual), y así.


















Ese día también fuimos a ver aterrizar aviones. Nos fuimos hasta el final de la pista, estábamos en una zona digamos que gris, pues decía prohibido el paso, pero al fin y al cabo era primero de enero, acababa de empezar el año, era festivo y no había nadie, nadie absolutamente nadie. Estacionamos y nos pusimos a esperar los aviones. El Mapache que me había propuesto el plan, se desesperó a los 5 minutos. El niño es impaciente y el calor claramente no ayudaba, porque para poder observar bien todo el tema y tomar fotos, lógicamente teníamos que bajarnos del carro. Logré lo imposible y lo convencí de esperar al menos 15 minutos. Este hombre no tiene un gramo de paciencia en su ser. Afortunadamente corrimos con suerte y la espera dio resultado. Se asomó un avioncito de Etihad Airways. No les voy a mentir, nunca había hecho ese plan y es lo máximo. Más cuando la pista es como ésta, pegada al mar, se ve más bonito, creo yo, hay más contraste. Y definitivamente creo que era poco probable estar más cerca de la pista sin estar metida en ella. El cielo azul, el mar de todos los colores y empezó un ruidito imperceptible y luego una mancha en el cielo hasta que ya veíamos el avión llegar, y aterrizar, es hipnótico. Yo me quería quedar más, pero el señor paciencia suma no se iba a quedar ahí perdiendo el tiempo hasta que llegara otro avión, así que seguimos con el roadtrip playero.


Como mencioné, perdí la cuenta de las playas que visitamos dándole la vuelta a la isla. Cada una más bonita que la anterior (con muy contadas excepciones). Me siento mal de no poderlas diferenciar, pero pues eso requiere mucho tiempo y mucha paciencia bajo el inclemente sol y en ocasiones bajo una lluviecita ahí despedidora pero que no duraba mucho.
De playa en playa habíamos olvidado el asunto de la seguridad alimentaria y estábamos en el otro extremo de la isla. Nos fuimos a buscar restaurantes, uno tras otro cerrado… Ya llegábamos a la parte norte de la isla, con lo cual se nos hacía evidente que tardaríamos un buen rato en regresar a Victoria. Y de pronto, en medio de la nada, se nos apareció un restaurante de locales, para nosotros la dicha. Era como una casa que habían adecuado para que sirviera de restaurante y había gente comiendo felizmente. El aroma del lugar era maravilloso, había pajaritos, materas hermosas. En fin. No sé si era el hambre o qué, pero esa casita parecía caída del cielo.
La matrona que atendía casi ni hablaba inglés ni francés sino su creole ese, pero nos pudimos comunicar de alguna manera. Nos preguntó de dónde éramos, y al saberlo ella tuvo la gentileza de ponernos reggaetón y Shakira y nos miraba con cara de yo sé de dónde vienen ustedes. Luego nos mostró el menú para almorzar y enseguida nos señaló lo que cada uno tenía que ordenar. Porque por más menú que hubiera, ella como buena matrona ya había decidido qué delicias eran las que nosotros debíamos probar. Esa fue la primera y única vez que pudimos saborear comida creole típica de Seychelles de verdad. Comida muy perfumada y condimentada, con ese toquecito picante muy sutil pero que se hace sentir. Una verdadera delicia. Muchas carcajadas después con la señora, nos tuvimos que ir, aunque sinceramente debatimos largamente sobre si nos la llevábamos. Desistimos cuando no logramos definir quién se quedaría con la custodia de la señora. Y gracias a Dios, de haberla traído estaría yo rodando.
Después de ese almuerzo de año nuevo seguimos bordeando la isla y llegamos a un mirador, en el punto más alto de Mahé, donde pudimos ver el atardecer. La verdad es que la isla era verde por donde se mirase y se la tragaba el bosque tropical. Y por toda la isla esas piedrotas, que se ven tan chéveres por ahí, en cualquier parte, en la montaña, en la playa, como parte integral de una casa (no les miento, esto es cierto).






Esa tarde, por confiados, nos tocó rebuscarnos la cena en un supermercadito de esos indios que había por ahí, que era lo único que estaba abierto y fue la única noche de todo ese viaje que cocinamos (sí, en plural, cocinamos). Hicimos comida como para un batallón y nos tragamos todo. Hicimos brinner (breakfast for dinner, concepto que en lo personal amo y hasta donde sé no tiene equivalente en español). Ni les voy a contar de la tragedia que era intentar hacer el café en ese apartamento. No había cafetera, solo una prensa francesa que estaba rota, así que se imaginarán las horas de la vida que perdí intentando colar (con muy poco éxito) el café.
Por cómo cuento la historia, de playa en playa y paseando en carro, pareciera que no hubiéramos hecho nada de ejercicio en Seychelles, lo cual es falso. Uno no se da cuenta porque uno no siente la caminada en la playa. Según nuestras apps, fácilmente andábamos un promedio de 8 kilómetros diarios, lo que es mucho caminar por las playas en vestido de baño. Resultado de lo anterior, adquirimos un bronceado precioso y parejo del tipo “mira su color dorado tan intenso” de chica águila. Esta nota solo para informarles que a punta de bloqueador con SPF 80 y SPF 100 uno sí se broncea.
Ahora, no crean, teníamos previsto salir de Mahé y conocer algunas de las otras islas. Fuimos a Praslin y a La Digue, que son las más cercanas, las más importantes y al parecer, las más interesantes. Están como a una hora y media de Mahé en lancha. Menos mal son las más cercanas. Hay varias más, ya para el que quiera un paseo más exclusivo y sobre todo irse a lugares remotos donde se está completamente “aislado”. Praslin es la segunda isla más grande de las Seychelles y tiene un parque natural donde se encuentra la reserva Vallée de Mai Nature que es patrimonio UNESCO (en este viaje optamos por priorizar sitios declarados -o casi declarados- patrimonio UNESCO). Mucho verde aquí, mucho más que en Mahé. En este parque es donde está el famosísimo coco de mer (es decir el coco de mar). Y no es el coco que todos creemos. El coco de mer es como un coco con hermano siamés pegado pechito con pechito y ombligo con ombligo. También conocida como el coco de las Maldivas, aunque son originarias de Seychelles, los cocos caían y se iban al mar, y la corriente las llevaba hasta las Maldivas. Como que tiene maravillosas propiedades medicinales y cuanta cosa, pero no es comestible y además es un coco poco agraciado. El resultado macabro de esta ecuación es que la maravilla de Seychelles tiene forma (según el ángulo en que se le mire), ya sea de trasero o de vagina. Sí, no hay otra manera de decirlo. Y adivinen el sello que le ponen a uno en el pasaporte con la visa de qué es… pues un coco de mer. No tengo ningún problema con los genitales masculinos y femeninos, es sólo que pues no me parece gran acierto estético que estén ahí estampados en el pasaporte. Como feo eso. El caso es que le dimos la vuelta a Praslin, vimos los benditos cocos de mer y nos bañamos en unas playas alucinantes. Eso sí… Anse no se qué y Anse sí sé más…





























De Praslin nos fuimos a La Digue, que sí está pegadita, a 15 minutos en lancha. Almorzamos y nos fuimos a conseguirnos unas bicicletas, porque esta islita diminuta que tiene un área como de 10 kilómetros (siendo la tercera más grande de las Seychelles) hay que pasearla es en bici. De hecho, por muchos años estuvieron prohibidos los carros en esta isla. Hay algunos cuantos aquí y allá, como que sigue siendo restringido el asunto, pero, aún así, con ese tamaño, no es necesario coger un carro. La logística de la isla es sencilla y práctica. Coges bicicleta que viene con canastica para guardar las cosas y estás listo. No necesitas más. Importante dato: recordar mantenerse a la izquierda y ya. Con eso está uno listo, porque además hay lugares para aprovisionarse por todo lado si hace falta. En ese sentido está muy bien pensada esta isla.
Montamos en bici unas cuantas horas, y como queríamos aprovechar al máximo el tiempo en La Digue, nos fuimos primero hasta L’Union Estate Farm, desde donde puede uno ver una casa de madera perfectamente mantenida de una antigua plantación, plantaciones de vainilla, tortugas gigantes y a mi modo de ver, la playa más hermosa de todas las Seychelles. La playa Source d’Argent. Sobre este paseo en bici les quiero decir que, por su salud mental, emocional y por su bienestar, si no ha paseado en bicicleta por una plantación de vainilla, suspenda inmediatamente cualquier actividad y váyase inmediatamente a hacerlo. Es un verdadero placer para los sentidos, especialmente un placer visual y olfativo. No hay calor que arruine ese momento. Va uno por ahí y la brisa del mar trae el aroma. Una verdadera delicia. Ya con esto se hacía el día. Es solo que ese día estaba lleno de cosas increíbles. Porque además del olor a mar y a vainilla, había tortugas gigantes centenarias con sus diminutos bebés. DIVINAS.
La ventaja de recorrer la isla en bici es que te da la oportunidad de disfrutar el paisaje mucho más que en carro o en lancha. Yo no me puedo quejar, para mí fue el highlight de las islas. Yo iba feliz y torpe por la vida paseando en bici, persiguiendo mi sombrero vueltiao porque el viento se lo llevaba lejos (hasta que lo enrollé y lo guardé en la canastica y me insolé). Y para rematar todo esto, me atravesaba mal cada rato porque olvidaba el sentido de las vías. Lo que es un día normal para mí, andar atravesada por el mundo.

















Ya de regreso a la ciudad, si es que se pudiera llamar así (no sé si La Digue tenga ciudades, digamos que ya de regreso al puerto), hicimos las consultas para ver si era el día de la suerte consiguiendo la bandera. Como todos los días nos decían que tocaba ir al Ministerio de Relaciones Exteriores o a una oficina de correos, ambos sitios cerrados porque todos los días habían sido festivos, hasta ese día. En La Digue encontramos la primera oficina de correos que efectivamente estaba abierta. El señor de la oficina de correos con la paciencia de quien ha tenido que resolver esta inquietud más de una vez me dijo que definitivamente tocaba en el Ministerio, en la isla grande, en Mahé.


El regreso a Mahé se me hizo eterno, entre otras porque fue pasado por agua y yo estaba insolada. Pero finalmente regresamos, comimos algo de rapidez en Victoria, nos fuimos a cambiarnos y organizarnos, me eché cuanta cosa y nos fuimos caminando al Chatterbox para finalizar el día con café, porque claro, tocaba.
Mientras voy escribiendo voy repasando las fotos de Seychelles y en 9 de cada 10 fotos en donde aparecemos nosotros, o uno de nosotros, estamos destornillados de la risa. Cruzando la calle cagados de la risa, caminando por la ciudad, doblados de la risa, entrado a un baño público horroroso en La Digue, partidos de la risa (¿y como por qué carajos documenta uno esa parte del paseo? No pregunten que a lo mejor les contestan). La verdad es que debo decirles que pasamos maluco muy maluco en Seychelles de playa en playa, y eso lo evidencia la permanente sonrisa y la carcajada de las que saben.
Así, se nos llegó el final del tramo. El último día madrugamos a ver si por fin lográbamos la bandera. Nuestra primera parada, incluso antes de desayunar, fue en el Ministerio de Relaciones Exteriores, que era una casa creole tan preciosa que me quería quedar a vivir ahí. A esta sí no le hacía falta ninguna capa de pintura. La gente absolutamente amorosa, cortés y educada. Preguntamos inmediatamente por la bandera. Nos dirigieron por unas escaleras de caracol hacia una planta inferior y luego por un corredor nos llevaron hasta unas oficinas. Todo muy bonito y bien decorado, con sendos cuadros. Porque claro, estábamos en el Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Adivinen quién iba ansioso como niño de 5 años a punto de abrir los regalos de Navidad? El Mapache. La señora que nos guiaba, que fácilmente podía tener 16 años, se reía de nuestra conversación. Mientras ella entraba a una oficina y abría cajones, le pedía a su compañera que nos hiciera un recibo: Yo mientras tanto miraba al Mapache y contaba billetes, porque era la responsable de administrar nuestro fondo común de dinero local.



Cuando nos mostraron la bandera, dobladita y empacada, el mapache blanqueó ojo y se emocionó. No había visto yo una cara de felicidad así en mi vida, ni las mías. Ni un niño con un regalo soñado, ni marrano estrenando lazo. Esta cara de torta es de otro nivel. Por eso les digo que se queden con quien los mire así. Porque después de eso no hay nada más. Y si no tienen eso, olvídenlo, dejen a la persona con quien estén y vayan a buscarse alguien que los mire así. Es lo que hay. De verdad. Unos momentos de felicidad pura y absoluta, en donde yo no sabía si el niño se iba a envolver en la bandera o si la iba a abrazar o qué iba a suceder. Sin embargo, todo muy lindo y yo enternecida. Creo que las del ministerio en cambio, también.
Y heme ahí, con el fajo de billetes en la mano para pagar y terminar la transacción, cuando de pronto, este señor tiene el descaro de preguntarme si quizás estaba muy costosa la bandera, que eso cuanto era en dólares que si mejor no comprarla. Y ahí sí me sacó la piedra. Es en ese momento en el que uno recuerda esa frase que dice “el que convierte no se divierte”. Yo lo quería matar. Jodió todos los días por la bandera. Contemplamos el robo. ¿Y tiene el descaro de decirme, con la transacción prácticamente hecha que si más bien no que la bandera está muy cara? Lo mato. ¿Cuándo carajos íbamos a tener otra oportunidad para conseguir la bandera de Seychelles? Nunca. Alcancé a reconsiderar lo del robo, al fin y al cabo, ya estábamos de salida, pero esas banderas de los edificios oficiales ya estaban acabadas por la brisa del mar y mareados por el sol. Esa vaina a la intemperie se daña. No era lo mismo. En medio de mi evidentísimo fastidio, se hizo lo obvio. Procedimos con la compra, era de ahí. No había alternativa. Imperdonable no hacerla. Hombre insoportable este.
Con la felicidad de la labor cumplida, nos fuimos caminando hacia Victoria por última vez. Por el camino una pareja se volteó al oírnos hablar. Supieron que éramos colombianos porque, según ellos “teníamos el acento de las novelas”. Tal parece que en eso ya desbancamos a los venezolanos y a los mexicanos. La pareja que nos detuvo a preguntarnos si éramos de Colombia, eran médicos cubanos que vivían y trabajaban en Seychelles nos contaron que seguían de cerca múltiples novelas colombianas. A mí me pareció eso encantador. Y bueno, seguimos nuestros caminos, a ver si lográbamos conocer por fin el mercado de Victoria que estuvo cerrado todos los días y que supuestamente era un hit. Estuvo fantástico. Había especies y cosas, y la locura típica del mercado, contenido en una gran estructura de colores. Eso sí, nada que ver con Madagascar, definitivamente, pero tenía lo suyo. Lastimosamente, no compramos nada, porque la vainilla y las especies las habíamos comprado ya en Tana. Pero, además, había otro asunto, medio odioso y es que toda la oferta de recuerditos y detalles, pues o eran esos coco de mer horribles o eran igualitos a los recuerdos de cualquier playa. Pareos, cositas de coco, pulseritas, lo de siempre. Claro, decía Seychelles, pero ¿cómo le vas a llegar a tus amigos con un recuerdo de viaje, ni más ni menos que del Océano Índico africano que es exactamente igual a algo que ellos podrían traerte de cualquier lugar del Caribe? ¿Y a precio de Seychelles? No, era mejor esperar a ver qué se encontraba en los siguientes destinos. Nos llevamos unos imanes de bandera y ya. Fue todo. Ah y mi vino que como ya les dije, era sudafricano.














Al ser día hábil, ya podía yo entrar al templo hindú. Fui muy feliz, porque jamás había entrado a uno. Fue extraño porque debía entrar descalza y había mucho sucediendo en todas partes, gente cocinando, gente orando, incienso, cajas de todo. Estaba matada porque en medio de todo ese caos, se sentía una paz maravillosa ahí adentro. Pienso, que en todos los lugares de culto en los que he estado, siempre he sentido una paz y una tranquilidad especial. En todos excepto en uno (en una de las Iglesias de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es decir donde los mormones). Pero sobre todo porque ahí se sentía uno como vigilado, cosa que no me ha pasado en ningún otro lugar de culto.



Después de eso fuimos por nuestras cosas y para el aeropuerto. Almorzamos comida creole y estaba increíble, aunque no era la de la matrona aquella. Nos sirvió para despedirnos de las islas. Y por supuesto me tomé mi última Seybrew. Aquí no mantuve la economía nacional, porque claramente mi consumo no hacía la diferencia, como sí en Madagascar, pero bueno, hice el deber. Y sí, así como en Madagascar, que me llevaron a ver la cervecería desde fuera, aquí pasó lo mismo. En ambos casos no pudimos entrar porque benditos festivos, pero bueno, mi maestra cervecera estaría orgullosa en todo caso.
Seychelles es realmente un paraíso tropical, y en ese sentido, es alucinante. Sus playas, esas rocas hermosas por ahí, esa arena suavecita. Si bien nos tocó también mucha lluvia, porque se acercaba la época de los monzones, todo fue muy agradable. Estoy segura de que para la gente que visita en plan romance, en plan de pesca deportiva y hasta en plan de rumba de playa con amigos la pasan fenomenal. Nosotros no hicimos nada de esas cosas y también la pasamos increíble, con todo y que la playa no es lo nuestro. Y si bien me llevo los paisajes de Seychelles grabados en la memoria por siempre, para mí fueron más significativos los intangibles de ese tramo del viaje. Similares a los intangibles de Comoras, sólo que llenos de lugares y situaciones familiares. Y sí, estaba en otro lugar del mundo, pero era todo tan familiar que a veces me sentía en el caribe colombiano. De esos lugares en los que uno se mueve como pez en el agua. Volvería únicamente para montar bici entre plantaciones de vainilla hasta el hastío.
Y hasta aquí llegamos por hoy con la entrada sobre las Islas Seychelles de la mano de More. Si quieren leer más entradas de ella en el Blog de Banderas, se las dejo a continuación:
- Madagascar, el África que no es África
- Comoras, el país del que Dios se olvidó
- La tierra del fuego y el hielo… Islandia de extremo a extremo
- Escocia y el encanto del Atlántico Norte (con algo de Whisky, Ginebra, gaitas y acantilados)
Dos cosas antes de irme: 1. Ya vienen en camino entradas sobre Guinea-Bissau, Bhután, Angola y Belice. Si ustedes quieren colaborar con entradas sobre los lugares donde ustedes viven o sitios que hayan visitado, envíenmelas a mapache@blogdebanderas.com. Y 2. No se les olvide pasarse por las redes sociales del blog: Twitter / Instagram / Facebook / Youtube.
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Nos vemos en una próxima oportunidad. ¡Adios pues!