La vida le pone a uno personas de todo tipo en el camino. Algunas son maravillosas, otras pasan sin pena ni gloria, y otras pertenecen a un grupo que me gusta llamar “lo peor que ha parido no sólo este universo sino todos los demás”. Y justo en ese último grupo está Javier, un viejo colaborador del Blog de Banderas – y también del de Fronteras de Diego – y que, a pesar de ser uno de esos amigos de alma que te hacen doler el abdomen de tanto reír cada vez que aparece, es una mala, pésima influencia para cualquier persona de bien como nosotros, los seguidores de este blog. Javier, te lo he dicho mil veces, eres de lo peor, pero así te queremos.
En cualquier caso, Javier es uno de nosotros… un friki de la geografía que anda por el mundo visitando lugares extraños y remotos. Y claro, no saberse la bandera de Wallis y Fortuna o la capital de Comoras – es cierto, no se las sabe – no le impidió tomar un avión, irse para Noruega y recorrer toda la península escandinava de sur a norte para visitar el Nordkapp, el cabo más al norte de Europa y, como dice él, el lugar donde se acaba el mundo.
Y como por estas tierras somos disfuncionales, mientras él iba para el norte, yo iba para el sur. Así, el día que él estaba de camino al Nordkapp, yo decidí que tenía que hacer algo para estar lo más lejos posible de él… ¿Qué opción tenía? ¡Pues el Cabo de Buena Esperanza en el sur de África! No se podía estar más lejos, ¿o sí? Entonces, en el grupo de whatsapp que tenemos Javier, Diego (del Blog de Fronteras), Coke (de Chile y quien ya ha escrito un par de veces por estas tierras) y yo, apareció el siguiente mapa para confirmar que, efectivamente, con cada minuto que pasaba, estábamos más y más lejos, miren:

Javier camino al Cabo Norte y yo en el Cabo de Buena Esperanza… Tener a toda África y Europa en la mitad es estar lo suficientemente lejos, ¿cierto?
Lo increíble es que después de recorrer Noruega, Suecia y Finlandia de sur a norte y de norte a sur, violar todas las normas de tránsito en los 3 países, conducir como un psicópata sobre nieve y arena, comer cuanto animal autóctono pasó frente a sus ojos y follarse a cuanta dama encontró en el camino, Javier logró llegar sano y salvo de regreso al Reino Unido y se sentó a escribir su experiencia en el extremo norte de Europa. Todo un logro, sin duda.
Entonces, como siempre, traigan café y acomódense que los dejo con Javier y su viaje al fin del mundo. Espero que les guste:
Algunos de los puntos extremos del viejo continente son fáciles de alcanzar para un español. Nací apenas a 1000 kilómetros por carretera del punto más meridional y también del más occidental de Europa (Nota del Blog de Banderas: Más información sobre los puntos extremos de Europa en la entrada “Un viaje a los lugares donde se acaba Europa“). Los visité en 2004 y en 2013, respectivamente, y sentí, cómo no, algo especial: esa extraña sensación de final, de ser la última persona del continente.
Pero quedaba el punto más lejano. Allá donde no crecen los árboles, donde la carretera se retuerce entre acantilados imposibles y hasta el sol se esconde durante meses en invierno. Quedaba hollar el norte de los nortes, la lejanía polar, mucho más al norte del Círculo Polar Ártico.
Eso solo podía significar un viaje épico. Un viaje memorable en el que no quise a nadie a mi lado. Una peregrinación a la carretera más boreal en la que cada kilómetro fuese un paso más hacia un paisaje lunar, tan desolado y agreste que uno no puede creer que allí exista vida.
Ésta es la crónica del viaje al Cabo Norte. A la más alta latitud a la que un hombre puede llegar conduciendo en la Europa continental. La crónica de más de 5.000 km por carreteras imposibles. La llegada al 71 10′ 21″. A uno de los fines del mundo.
El viaje comienza en Sheffield, Inglaterra, donde estoy residiendo temporalmente. Un autobús que conecta con Londres parte a las 6.25 a.m. y enfila la M1 inglesa hacia la capital. Pronto, uno de los pasajeros, que casualmente era el que iba a mi lado, comienza a marearse y a vomitar. Esto provoca hasta tres paradas para intentar que el pasajero se recupere. Mi preocupación iba en aumento: mi margen para llegar a tiempo al vuelo se iba reduciendo hasta el punto que tuve que bajar en medio de la autopista y pedir un taxi que viajó durante 2 horas para llegar al aeropuerto de Londres Stansted. Literalmente corriendo por toda la terminal, llegué a tiempo para tomar el vuelo a Oslo-Rygge.
Tenía muchas alternativas para recorrer los más de 2.000 km que separan el aeropuerto de Rygge del Cabo Norte, pero mi intención era palpar el país, recorrerlo de punta a punta y sentir cómo la latitud que indicaba mi GPS iba incrementándose muy poco a poco para saborear cada grado, cada minuto y cada segundo; así que dejé de lado el avión, el tren y demás alternativas exóticas y me decanté por el coche.
Un Toyota Yaris sería a la postre uno de los más fieles compañeros de viaje que jamás pude imaginar: me sirvió de restaurante, de hotel, de dormitorio y de picadero, de discoteca y de refugio. Eran 6 días para recorrer la península escandinava de sur a norte y volver. Eran más de 5.000 kilómetros por carreteras de un solo carril, y más de 1.500 con temperaturas bajo cero, dentro del círculo polar ártico. Pero se consiguió.
Dejo de lado Oslo, que no era el objetivo de mi viaje y me habría consumido unas horas preciosas que necesitaba para conducir, así que nada más aterrizar en el minúsculo aeropuerto, tomo el coche y pongo rumbo al norte. Mi primer destino era la Atlanterhavsvegen o carretera del Atlántico, y concretamente un tramo de la misma, de 8 kilómetros, entre las poblaciones de Molde y Kristiansund, que se ha ganado el título de la carretera más bella del mundo según el diario inglés The Guardian, y ha sido votada como la obra de ingeniería civil noruega más magnífica de todo el siglo XX.
El camino es largo: son casi 600 kilómetros, y casi todos por carretera. Tan solo los primeros kilómetros son de autopista, por lo que el trayecto estaba previsto que durase 8 horas. Eran ya las 18:30 h, así que decidí encontrar algún hotel por el camino, descansar, y llegar allí al día siguiente.
Lo primero que me llama la atención, como también me ha ocurrido en otros países europeos, es el orden y la meticulosidad con la que circulan los noruegos. Respetan absolutamente los límites de velocidad, sin excederlo en ningún momento siquiera por un kilómetro por hora. El camino que tenía por delante era arduo, por lo que tuve que efectuar adelantamientos constantes durante el viaje (Nota del Blog de Banderas: Conociendo a Javier y después de haber viajado en su carro desde Barcelona hasta Andorra, esos “adelantamientos constantes” se pueden traducir en un psicópata pseudo-asesino adelantando noruegos cada 32 segundos a 180 kilómetros por hora sin ningún tipo de respeto por los límites de velocidad).
Había anochecido, así que no pude contemplar el paisaje que me iba encontrando. Tras más de 4 horas de conducción, y después del día tan intenso que había vivido, decido buscar un hotel alrededor de donde me encontraba. Eran más de las 22 horas, y la tarea era imposible, al menos por un precio razonable y a una distancia adecuada. Paro, pues, en un área de descanso en las inmediaciones de Dombås. La noche era fría, en torno a los 0 grados, pero el cielo estaba despejado y la luna no entorpecía la visión de las estrellas. Confío en poder ver la aurora boreal, pero esa noche no apareció. El asiento trasero de mi Toyota Yaris se convirtió, pues, en mi primer hotel en Noruega. Al lado de donde paro, unos baños públicos donde también me llama la atención su limpieza, y, sobre todo, la ausencia de escritos/pintadas de cualquier tipo.
Noruega es uno de los países más seguros del mundo, algunas estadísticas lo sitúan como el más seguro del mundo, y eso tranquiliza. Duermo 8 horas, motor encendido y puertas sin bloquear, y me despierto todavía de noche, pero con la tranquilidad de que todo va bien. Y así es. Animado, fresco y contento de ver pronto la luz del día, emprendo el viaje hacia la carretera del Atlántico. Tomo un café aguado en un bar de carretera, donde los únicos clientes, que debían de ser cazadores, me miran con cara de “qué se le ha perdido a éste aquí”. Esa sensación la tuve en general en toda Noruega. El carácter de la gente, en general, es distante, frío, poco dado a la sonrisa e incluso arrogante. La opinión de un sueco, varios días después, me lo confirmó.
Al salir de la cafetería, me persigue un coche de la policía. “Ya la he liado otra vez, como en Polonia”, me dije. Paro en el arcén, y el agente me mira con esa cara de arrogancia y desprecio que luego me encontré en más lugares, a veces transformando el desprecio en simple indiferencia. “Usted circulaba a 80 km/h cuando el límite aquí es de 60”. Pongo cara de bueno, acento español y prometo que no ocurrirá más. Me amenaza con retirarme el carné y no poder circular más por Noruega, aunque los dos sabemos que eso no se puede hacer así por las buenas. Me deja marchar con un “you must follow the rules” que repite dos veces (Nota del Blog de Banderas: Se los dije, Javier es un insurrecto, facineroso, pseudo-psicópata al volante y desconocedor del orden establecido. Aunque ahora que lo pienso, el psicópata fui yo por montarme en su carro aquella vez…).
Continúo el viaje a través de montañas y ríos de aguas transparentes, en los que cada curva me traía una imagen aún más idílica de este país. La tenue luz del amanecer proyectaba la sombra de las montañas en el río, que reflejaba a su vez los árboles que crecían en sus orillas. Y yo conducía sin parar, recreándome en semejante belleza.
La distancia va reduciéndose, y el GPS me da dos alternativas: dar un rodeo de dos horas por un fiordo o tomar un ferry entre dos poblaciones y acortar hora y media.
Por supuesto, opto por esto último y, mientras espero al ferry, que cubre incesantemente el camino de ida y vuelta, entro en una especie de colmado-cafetería en la que lo que más me sorprende es una máquina de granizados de frutas. Por el amor de dios, en pleno paralelo 63, tienen el valor de vender granizados de frutas. Pienso en tomarme uno, por aquello del sarcasmo, pero elijo un café aguado que tienen en un termo y por el que te cobran 220 coronas noruegas, unos 2,10 euros.
Tras bajar en la siguiente población, el camino a la carretera del Atlántico es poca cosa. Cuando me quiero dar cuenta, estoy subiendo por el puente retorcido que había visto varias veces en sucesivos vídeos. La conducción es muy placentera: el Océano Atlántico, en calma, junto con un sol que tímidamente asoma entre las nubes e ilumina sus aguas y las montañas que rodean el fiordo, ofrece una imagen preciosa. Recorro la carretera 2 veces en cada sentido, tomando fotografías y vídeos. Un sendero cercano, habilitado para poder recorrer la carretera paralelamente, me ofrece un buen punto para sacar algunas fotos más. Además, sirve de plataforma para los numerosos pescadores que (no este día) suelen amontonarse allí.
El día estaba fresco, pero la temperatura permitía dar paseos, e intento impregnarme del magnetismo y la belleza de este rincón del Atlántico, que pasa por ser el segundo lugar más visitado de Noruega, según su página de turismo, pero en el que tuve la suerte de estar prácticamente solo, disfrutando aún más del momento.
Es hora de continuar mi camino. Eran aproximadamente las 15 horas cuando escribo en mi GPS las palabras que tanto tiempo quería introducir en él: Nordkapp. El trayecto era de casi 1900 km atravesado toda Suecia y parte de Finlandia, así que aún me quedaba mucho por hacer. Carretera y más carretera, pues.
Las carreteras noruegas no pasan por ser las mejores del mundo, puesto que su red de autopistas es prácticamente inexistente y se limita al sur del país. No obstante, el firme es bueno y las curvas son escasas: podía sacar buenas velocidades medias (muy por encima de los 70-80 km/h que marca como máxima). Inicio la peregrinación al Cabo Norte, que me llevaría 2 días.
Conduzco prácticamente sin parar desde Molde hasta una ciudad sueca llamada Östersund. El camino, con noche cerrada durante mucho tiempo, es agotador, a pesar de la escasez del tráfico. Fueron unos 500 km y elegí esta ciudad simplemente porque estaba ahí, en mi camino. Situada en el centro geográfico de Suecia, a orillas del 5º lago más grande del país, el Storsjönd, cuenta con casi 45.000 habitantes y, ciertamente, no tiene nada de interesante. Ni siquiera ha logrado albergar ninguno de los juegos olímpicos de invierno a los que se ha presentado.
Era mi primera noche en Suecia, y esperaba confirmar el mito de las mujeres suecas, famosas por ser altas, rubias, bellas… pero en lugar de ello, el recepcionista del hotel es un chico joven… y extraordinariamente afeminado. Esto es, que tenía una pluma extraordinaria. Educado, pero distante, me entrega las llaves y caigo rendido.
Tras una vuelta por esta ciudad a la mañana siguiente, empiezo a preguntarme dónde demonios están las suecas de las que todo el mundo parece hablar. Solo veo señoras bajitas, muchas de ellas morenas y todas ellas sin ningún atractivo. La ciudad carece de vida, de tráfico, de movimiento. Lo más parecido a algo con vida son las personas que se desplazan por la calle con esquíes de fondo. Sí, esto lo vi en Suecia varias veces: caminar por la calle con los esquíes calzados y los palos en las manos. Una imagen curiosa.
Carente de alma Östersund, pero con la belleza del lago a cuyas orillas se erige. Constante en toda Suecia, eso sí. Si hubiera que hacer un resumen del país, yo lo definiría como el país de los lagos y los pinos. Recorrí más de la mitad del país, de sur a norte, y el paisaje era de una belleza mágica: cientos de lagos de aguas cristalinas, bosques inmensos que llegaban mucho más allá de lo que lo hacía tu mirada, islas dentro de lagos, playas lacustres de arena, rectas interminables entre pinos, y todo ello con el sol del invierno como compañero magistral para esta estampa.
No obstante, mis ojos se acostumbran a esta imagen idílica tan pronto como el vigésimo noveno lago aparece ante mí. Paisaje precioso, sí, pero monótono. Al menos para tener que conducir 1000 km por este país.
Mi objetivo ese día era llegar a Finlandia y encontrar algún indicador en la carretera marcando el inicio del círculo polar ártico. Sin embargo, aquel día de octubre lo recordaré siempre por algo que no esperaba encontrar tan pronto, tan repentinamente y de forma tan increíble. Pero todo a su tiempo.
Cuando ya andaba por el paralelo 65, mis miradas impacientes al GPS eran frustrantes. Cada grado de meridiano equivalen a 111 km, pero por supuesto, la carretera zigzaguea, y mi rumbo estaba escorado ligeramente hacia el este, por lo que temía llegar al círculo polar de noche y no poder tomar fotos. Después de casi dos horas, alcanzo el 66, y poco tiempo después, veo una señal en la carretera: POLCIRKELN, NAPAPIIRI, ARCTIC CIRCLE, CERCLE POLAIRE, POLARKREIS, junto a una silueta de la provincia de Norrbotten. Mi GPS me indica que estoy en el paralelo 66º ´33’ 11”, aproximadamente 31 metros más al sur del 66º 33’ 45”, pero con la indicación me vale. Unos metros más al sur del cartel, una bola del mundo y unos edificios abandonados que hacían de cafetería y zona de recreo hablan de un tiempo en el que la gente se detenía en aquella latitud como recreo. Agradezco esa desolación, puesto que impregna al momento todavía más magia: me estaba adentrando en una de las zonas más agrestes y difíciles del planeta y unos edificios abandonados eran la mejor bienvenida.
Sigo conduciendo y veo renos que cruzan la carretera y me obligan a parar varias veces, y cuando ya es noche cerrada, me detengo en el último pueblo antes de la frontera con Finlandia. Su nombre me hace sonreír: Pajala. Una pizza, y, unos kilómetros después, me aproximo a un puente que hace de frontera entre los dos países. En Finlandia es una hora más que en Suecia, motivo por el que llamo al hotel donde me iba a quedar a pasar la noche para avisar de que mi hora de llegada eran las 22:30 en lugar de las 21:30 que tenía pensado. El pueblo donde pasé la noche tiene el impronunciable nombre de Leppäjärvi. Pero, enfilando una recta, a unos 20 kilómetros del pueblo, ocurre, inesperadamente, lo que no había imaginado.
A unos 30 grados por encima del horizonte, comienza a formarse un arco gris que cruza todo el cielo, de lado a lado. Pensé en un principio que podría tratarse de una nube, pues parecía demasiado extraño que el cielo estuviese tan despejado. De repente, ese arco gris comienza a expandirse y a realizar extraños movimientos, balanceándose de lado a lado… y entonces comprendo todo. Paro el coche, bajo, apago las luces, y el espectáculo me pone la piel de gallina: ese arco cambia de color y comienza a volverse verde, un verde intenso, como de neón, que se expande y se contrae, que gira en espiral y vuelve a tornarse blanco, y después verde, en un baile que dura 5 minutos, o quizá mucho menos, pero en ese momento el tiempo se había detenido para mí. Estaba contemplando mi primera aurora boreal y maldecía porque ni mi móvil ni mi cámara de vídeo recogían el espectáculo.
El silencio que me rodeaba, la oscuridad de la carretera, el hecho de estar en algún lugar del norte de la península escandinava en plena noche, le confirieron una magia aún más especial si cabe a ese momento que jamás podré olvidar.
El hotel consta de varias cabañas independientes, de madera, con una sauna junto a un lago en el que los dueños me explican que debes entrar, sufrir 80 grados de temperatura, y después sufrir aún más al introducirte de golpe en un agujero hecho en la superficie del lago helado. Es la sauna finlandesa. En Finlandia. El sitio es idílico, y la noche, perfecta. Tras un día de mucha actividad solar y con un cielo despejado por la noche, la probabilidad de ver auroras boreales es mucho más alta. Y así fue: logré ser testigo de dos más poco tiempo después.
Quien lea esta crónica y haya sido capaz de ver una, sabe a qué me refiero cuando digo que es el espectáculo más increíble que jamás haya visto o que pueda imaginar. Quien no lo haya hecho, le aconsejo que lo deje todo y vaya al norte, donde quiera que sea, y que disfrute de este fenómeno. Contemplará su planeta a partir de entonces de otra manera: sintiéndote diminuto, comprendiendo qué inocentes somos al pensar que dominamos el universo.
La noche fue apacible y me desperté al día siguiente con el objetivo claro: llegar al Cabo Norte. Algo más de 400 km de distancia me separaban de allí. La parte más espectacular en cuanto a paisajes estaba por llegar. El paisaje desde que abandono el impronunciable pueblo finlandés es de un blanco majestuoso. La temperatura es de -5 grados y sopla un viento que rebaja la sensación térmica varios grados más. Me detengo en la frontera noruego-finesa, marcada por una valla solo abierta por la carretera: Noruega no pertenece a la Unión Europea, aunque sí al Espacio Económico Europeo y al acuerdo de Schengen. Los impuestos de la Unión Europea no se aplican en Noruega, por lo que hay unas oficinas de aduanas por si entras o sales del país con algo que declarar. Esto ocurre en todos los pasos fronterizos entre Noruega y Finlandia, no así en los sueco-noruegos, donde solo hay puestos aduaneros en los cruces principales.
De nuevo en territorio noruego, continúo, pues, mi viaje. Los primeros kilómetros transcurren paralelos al río Bievjaveaijohka, del que absolutamente nadie que lea esa crónica habrá oído hablar, pero que se desliza entre montañas cada vez con menos árboles, entre un paisaje blanco y arenoso, de una belleza sobrecogedora. La carretera serpentea y veo lagos helados, pueblos polares de casas fabricadas con chapa, innumerables banderas del pueblo Sami, habitantes de la región de Laponia y agua, mucha agua dulce que cae de finas y altas cascadas.
Tras un par de horas de camino, por fin llego a Alta, capital de la región de Finnmark. A orillas del fiordo del mismo nombre, me sorprende por ser una ciudad animada, con niños jugando en las calles, un tráfico intenso y no demasiado monótona. Cuenta con casi 20.000 habitantes y su situación, al fondo del fiordo, suaviza tanto la temperatura que disfruta de un clima muy parecido al del sur de Noruega. Además, cuenta con cielos limpios de nubes la mayor parte de año, lo que la hace una de las mejores ciudades desde donde contemplar las auroras boreales.
No estaba yo para detenerme mucho tiempo allí, puesto que el final de mi trayecto estaba cercano y quería llegar al Cabo Norte antes de que se hiciera de noche, por lo que continúo la carretera hacia el norte en lo que sería una de las conducciones más placenteras de toda mi vida.
Una vez que paso el pueblo de Olderfjord, al que da nombre su fiordo, la carretera circula paralela al Mar de Barents, es decir, al Océano Ártico. Se suceden las playas, algunas de arena, adornadas por casetas de pescadores que atracan sus barcas en la misma orilla. El sol no deja de bajar, pero lo hace de manera extraordinariamente lenta, como corresponde a esas latitudes, arrojando una luz mortecina, tenue, gris.
La carretera discurre después por un paisaje lunar, estremecedoramente desolado: ni un árbol, apenas vida, ni circulación, durante decenas de kilómetros. Solo algún pájaro y líquenes, y la música de Coldplay y Nacho Sotomayor me hacen compañía. Rectas interminables frente a mí en lo que parecía, y de hecho era, la carretera hacia el fin del mundo.
Cerca ya del túnel que conecta la Europa continental con la isla de Magerøya, voy bordeando el Océano sin cruzarme con ningún coche. La sensación de soledad es aterradora y fascinante. Por delante, ningún asentamiento humano más allá de algunas casetas semiabandonadas de pescadores. Me detengo a respirar la brisa heladora del Océano Glacial Ártico, a tocar sus aguas y la naturaleza me parece preguntar qué estás haciendo aquí, ser insignificante. Intento ponerme en la piel de los primeros colonizadores de estas tierras, en la de aquellos exploradores que buscaban incesantemente el paso del norte, y por un momento, llego a imaginar su sensación de abandono, de fascinación y de humildad ante estos paisajes donde nada parece sobrevivir.
Y por fin llego al Nordkapptunnelen, que conecta con la isla a la que me dirijo. Con 6870 m de longitud y 212 metros bajo el nivel del mar como cota mínima, fue durante un tiempo el túnel submarino más largo y más profundo del mundo. Los primeros 3 kilómetros son cuesta abajo, en una pendiente recta y pronunciada que provoca que los oídos se taponen por la presión. Y, al final, entro en Magerøya.
Literalmente, Magerøya significa “isla desolada”. Y los que bautizaron este rincón no se equivocaron en el nombre: continúa el mismo paisaje que describo antes: paisaje de tundra, de montañas sin árboles, sin vegetación, sin vida. El mar de Barents, en calma, confiere al paisaje un toque pintoresco, de postal.
Mi destino era el hotel Nordkapp Vandrerhjem, en Honningsvåg. Según la legislación noruega, una población merece el estatus de ciudad cuando sobrepasa los 5000 habitantes. Honningsvåg cuenta con poco menos de 2500, pero fue declarada ciudad en 1996, lo que la convierte en la ciudad más septentrional de Europa, y una de las más boreales del mundo. Soy el único cliente del hotel y uno de los pocos viajeros que ha recalado en la isla para esas fechas. Y, desde luego, el único que ha hecho el trayecto desde Oslo en coche, por lo que me gané el calificativo de loco según varios habitantes de la isla.
No había tiempo que perder: la luz comenzaba a escasear de manera alarmante, por lo que dejo la maleta en la habitación, cojo el coche y me dirijo al Nordkapp, del que me separaba la última media hora del camino.
Zigzagueo por entre montañas, con cada vez menos luminosidad, y temo no llegar a tiempo. Los vientos azotan hasta el punto de zarandear el coche. Tomo el último desvío, y enfilo hacia mi final del trayecto. Como cabía esperar, yo era el único visitante. Un centro de interpretación, un restaurante y un aparcamiento aparecen totalmente vacíos. Detengo el coche y me dirijo a pie hacia la bola del mundo que se erige como símbolo de que te encuentras en el fin del mundo. El viento es fuerte, helador; la luz es prácticamente inexistente, y el acantilado es escarpado y alto. Estoy solo. Detrás de mí, Europa entera; frente a mí, el polo norte. He llegado y la sensación de satisfacción solo es comparable a la de absoluta soledad. El sol se resiste a ponerse, pero me encuentro más allá del paralelo 71, y su luz llega hasta aquí en un ángulo imposible, que me hace maldecir la resolución de mis fotos (tomadas, además, con un iPhone 5, que no ofrece grandes prestaciones).
El objetivo está cumplido. Agarro unas piedras, las más septentrionales de Europa, y me las meto al bolsillo. Y escucho el sonido de dos personas gritando. Eran dos letones que trabajan en Tromsø y que han venido desde allí a hacer lo mismo que yo. Un poco más cerca, les digo. Se alojan en el mismo hotel que yo y me piden que les haga unas fotos. Se marchan y continúo con mis reflexiones y disfrutando del momento hasta que es hora de volver, una vez noche cerrada.
Los restaurantes están cerrados a esa hora (aproximadamente, las 6 de la tarde), así que entro en un supermercado y compro una pizza para hacer en la cocina del hotel. Mientras ceno, comienzo esta crónica y aprovecho para mirar al cielo, a ver si con suerte contemplo alguna otra aurora boreal, pero el tiempo es horrendo, con fuertes vientos, lluvia, frío y el cielo, lógicamente, encapotado. Me voy pronto a la cama.
Y entonces se me ocurre una idea: ¿por qué no recurrir a alguna de estas aplicaciones para conocer gente de tu alrededor para ver si por alguna casualidad hay alguien dispuesto a quedar para tomar algo? A fin de cuentas, me intriga la vida aquí, contada por locales. Bingo, hay una chica a menos de 2 km, lo cual significa que está en Honninsgvåg. Entablo conversación virtual con ella, y quedamos en vernos a la mañana siguiente antes de marcharme.
Me despierto muy temprano y procrastino en la cama buscando información sobre este lugar. El hotel me recuerda al de la película “El Resplandor”, por sus largos pasillos, su desolación y por su ambiente. Soy el único cliente que toma el desayuno a esa hora: un bufet que consta, entre otras cosas, de pasta de salmón en tubo, pescado en vinagre, bacalao y distintas delicias del océano.
Y es entonces cuando recibo un mensaje de la chica. Madre de 2 hijas, de 31 años, me dice que vive apenas a 5 minutos andando del hotel. Viene y tomamos un café. Ella nació en Honningsvåg, pero se crió en Kirkenes, localidad noruega cercana a la frontera con Rusia, donde el sol de medianoche brilla durante más de dos meses y la oscuridad invernal se cierne también durante dos meses. Me dice que no le gusta vivir en Honningsvåg, a pesar de que tiene amigos, pero su padre, enfermo del corazón, vive allí y debe quedarse un poco más antes de irse a vivir… ¡¡¡a España!!! La confusión mental que le produce el sol de medianoche es algo a lo que es difícil acostumbrarse incluso si has nacido mucho más allá del círculo polar ártico, como ella. Su vida transcurre tranquila, acaba de comenzar con sus clases de español (on line, pues evidentemente, no hay profesores de español allí) y cuida de su padre y de sus dos hijas, tomando algo por las tardes con sus amigos y cocinando pastelillos típicos noruegos como hobbie. Necesita un clima más agradable para su hija pequeña, y en España, concretamente en Alicante, hay una comunidad de noruegos muy importante, por lo que no le cupo ninguna duda cuando uno de ellos le sugirió trasladarse allí. Odia el frío y la oscuridad. Fantástico lugar para vivir este, le digo. Se ríe. ¿Y qué hacéis para calentaros? Esta pregunta encendió la chispa.
Unos días más tarde, de vuelta en Inglaterra, me hablaron de la pasión de las chicas noruegas. Lo comprobé in situ. Fueron varios encuentros junto a una playa del océano glacial ártico, en el coche, puesto que ya había dejado la habitación y no admitían nuevas reservas hasta las 17 h. El frío de su clima lo compensaba con una pasión contenida, un auténtico oasis de calor interior que no dudó ni un instante en entregarme. Los dos extremos del continente europeo unidos en una latitud imposible. La desolación exterior contrastaba con una furia desatada, despojada de todo recato.
Había coronado el Nordkapp en todos sus aspectos, y enfilo la larguísima travesía hasta Oslo. Era domingo, eran las 15 h y tenía 48 horas para conducir 2025 km hasta el aeropuerto.
Tras una travesía realmente complicada, con la carretera helada y algunas curvas donde el coche está a punto de salirse, llego a mi primera parada: el mismo hotel de Finlandia donde había dormido la noche anterior. A pesar de mirar al cielo durante más de una hora, la aurora boreal no hizo acto de presencia.
La familia que lleva el hotel me recibe como a uno más, y a la mañana siguiente, hablo con ellos y firmo en su libro de invitados. 54 nacionalidades distintas habían pasado por allí, me dice. Bueno, 53, le rectifico, porque veo en el listado “Catalonia”, lo cual satisfará a más de uno, pero todavía no cuenta como nacionalidad.
Me presentan a Lukas, el reno que tienen como mascota, que intenta embestirme con sus cuernos cada vez que le toco: estaba comiendo y yo no hacía más que molestarle. Una familia feliz, agradable y encantada de tenerme allí.
El día siguiente transcurrió como esperaba: más de 1000 km de camino por carreteras y autopistas suecas, entre lagos y pinos de nuevo. Me habían recomendado comer reno, cuya carne es tierna y sabrosa, así que busco algún restaurante en mi camino. Entro en la ciudad de Umeå y degusto un delicioso filete. Ciertamente, está riquísimo.
Estaba dispuesto a conducir hasta que el cuerpo no pudiera más, pero me rindo a las 22 h, después de más de 12 horas de conducción casi ininterrumpidas, en un hotel de carretera en medio de un pueblo sueco de cuyo nombre no consigo acordarme. Vi luz, vi la palabra “Hotell” y entré. El dueño parecía Norman Bates: regentando un hotel de carretera antiguo, él solo, soltero y extraño, con esa mirada fría y escrutadora que pretende ser amigable sin conseguirlo. Me habla de los noruegos, “ese país que era pobre en los 70 hasta que descubrieron petróleo y que ahora mira por encima del hombro a Suecia porque somos pobres”. Su inglés es excelente, y ama España, pese a lo cual nos recuerda que debemos hacer las cosas mejor como país si queremos salir de la crisis como se debe. No son racistas en Suecia, pero solo la mitad de los suecos son suecos de pedigrí y eso ha hecho que las leyes reguladoras de la inmigración se hayan endurecido mucho. “Me separé de mi pareja, y no quiero que nadie más me moleste”. Sus ojos se encienden y, cuando se marcha, busco agujeros en la pared y me ducho sin cerrar la cortina, por si acaso.
Me traen el desayuno a la habitación, me ducho de nuevo y enfilo la última parte de mi viaje. Unos 400 km hasta el aeropuerto de Oslo-Rygge. Un despiste hace que casi me quede sin gasolina, pero todo fue bien. Hasta el punto que me da tiempo de entrar en Oslo y disfrutar de una ciudad tranquila, ordenada, limpia y amigable. Me sorprende muy positivamente su ambiente: una capital llena de vida y donde un residente original de Polonia me dice que está muy contento de vivir, especialmente por el salario que percibe, más del triple de lo que cobraría en su Cracovia natal por el mismo trabajo (básicamente, parar a gente por la calle para convencerles de que se afilien a Unicef).
Devuelvo el coche en el aeropuerto. Han sido más de 5000 km y ese Toyota Yaris ha cumplido con creces con su cometido, sirviendo para mucho más que para transportarme.
Compro cigarrillos en lo que por fin es un Duty Free en condiciones: al cambio, el tabaco pasa de 11€ en cualquier gasolinera a poco más de 3€ en el aeropuerto. Espero al vuelo. Despegamos y digo adiós a Noruega, a Escandinavia, al norte.
Llego a Londres y sus 14 grados sin viento me parecen un clima tropical.
Mi viaje al fin del mundo había terminado.
Lagos, fiordos, auroras boreales, carreteras imposibles, paisajes sobrecogedores, gente apasionada, el norte de los nortes, pinos, renos, el círculo polar ártico, ciudades en latitudes inimaginables; hielo, frío y tundra quedan atrás y la música melancólica de Coldplay me abre una nueva sensación: la de que viviré del recuerdo de este viaje hasta que el siguiente esté a punto de comenzar. Pero también la certeza de que algún día volveré. Quién sabe, quizá con el dueño de este blog, o con el del de al lado.
Y hasta aquí llegamos por hoy. Espero que lo hayan disfrutado y, de nuevo, ¡muchas gracias a Javier por tomarse el tiempo para escribir este relato para el Blog de Banderas! Pero antes de irnos, les dejo a continuación los textos que ha escrito el buen Javier en éste y el otro blog… pásense por ahí y los leen, ¿vale?
- La tierra de los cazadores de fronteras
- Fierros bajo el agua: Tijuana y el pinche muro
- Un viaje a un país que no existe: La República Turca del Norte de Chipre
- Algunos territorios desconocidos de España en el Mar Mediterráneo
Y por último, pásense por las redes sociales del blog y echamos chisme, ¿les parece? Twitter / Instagram / Facebook / Youtube. Hasta una próxima oportunidad y, como siempre, ¡adiós pues!
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