Javier ya es un viejo conocido de este Blog. Tan viejo y tan conocido que no sólo ha escrito 9 entradas para nosotros, sino que también se ha recorrido 8 países con este Mapache disfuncional. Es más, Javier no sólo clasifica en la categoría de amigo del alma, sino que es dueño honorario de este blog. Un día casi hasta le doy la clave… menos mal me arrepentí a tiempo porque no sabemos hasta dónde es capaz de llegar.
En cualquier caso, Javier, que es un apasionado de los viajes y de la historia, se fue a recorrer Bosnia-Herzegovina (sin mi, y eso me tiene de mal genio aún). Pasó por el Puente de Móstar (y yo moría de envidia), por Srebenica (y yo moría aún más de la envidia) y por Sarajevo (aquí ya morí del todo). Y después de todo eso, se sentó a escribir para ustedes sobre lo que vio y lo que vivió. Ahora, como el protagonista, al menos hoy, es él, entonces yo dejo de hablar y le pasamos el micrófono a Javier para que nos deleite con sus letras. Con ustedes:
Un viaje a Bosnia y Herzegovina: demasiada historia para un país tan pequeño
Yo no saqué el tema. Fue él. Con su sonrisa desdentada, sus profundas arrugas y su amable conversación, el taxista me dijo que sí, que los bosnios “tienen que ser” amables porque han pasado una guerra terrible y la vida debe seguir. Tiene unos 60 años, una hermana viviendo en Chicago, un taxi y un pasado de guerra y sufrimiento. Pero nada de eso se le nota cuando, tras apenas diez minutos de conversación, me dice que estará en la pizzería de al lado de mi apartamento al día siguiente esperándome para tomar una cerveza.
La guerra es un tabú en Bosnia. Es el tema que flota en el ambiente pero que nadie quiere admitir ni, por supuesto, sacar a relucir. El equilibrio sobre el que se sostiene el país es precario, débil, frágil. Inestable. Tan inestable que la amenaza de un nuevo conflicto se cierne de vez en cuando, y muchos grupos no dudan en agitar esa amenaza cuando les interesa. Y es que ésta ha sido tierra hostil durante siglos. Considerado el polvorín de Europa, en Bosnia comenzó y terminó el siglo XX con el inicio de la Primera Guerra Mundial en Sarajevo por un lado y las guerras yugoslavas por otro. Veinticinco años después, sigue siendo un almacén de dinamita en el que una chispa puede hacerlo volar por los aires de nuevo. Bosnia evoca odios, cicatrices no curadas y heridas abiertas. Bosnia es incomprensible incluso para sus habitantes, muchos de los cuales no quieren siquiera llamarse a sí mismos bosnios, muchos de los cuales ni siquiera reconocen la existencia del país donde han nacido.
Esta es la carta de presentación de Bosnia-Herzegovina. El país de las montañas, de los tres presidentes, de los dos alfabetos, de las guerras interminables. El país que lucha por sobrevivir a sí mismo. Un país al que llevaba años queriendo venir, y que parecía tan lejano cuando, contando quien escribe con apenas 11 años, comenzaron las (pen)últimas guerras en la antigua Yugoslavia. Un país que quise palpar sobre el terreno e intentar aprender y absorber lo máximo de él. Veamos si lo conseguí.
Cruzo la frontera a Bosnia-Herzegovina desde Dubrovnik (Croacia) y nada más hacerlo, cambio dinero en un chiringuito de carretera. Un euro equivale a 1,96 marcos convertibles bosnios, una moneda absolutamente artificial creada en 1995 tras los acuerdos de paz para sustituir a las tres monedas que convivían en el país hasta entonces. Admiten kunas croatas, así que gasto los últimos que me quedan en sendos paquetes de tabaco. Mi destino es Trebinje, una pequeña ciudad de unos 30.000 habitantes con un conjunto urbano interesante. Nada más cruzar la frontera y su cartel de “Bienvenido a Bosnia y Herzegovina”, aparece otro gran cartel: “Welcome to República Srpska”. Comienza el lío.


Tras las guerras de los años 90 entre bosnios musulmanes, croatas católicos y serbios ortodoxos, el acuerdo de no-guerra (visto lo visto, es complicado llamarlo paz) se negoció y firmó en Dayton, Estados Unidos. Tras semanas de confinamiento de los tres principales líderes exyugoslavos (Slobodan Milošević por Serbia, Franjo Tuđman por Croacia y Alija Izetbegović por Bosnia), se llegó a la solución de partir el territorio de Bosnia-Herzegovina en tres: el 51 % para los bosnios y bosnio-croatas en la llamada Federación de Bosnia y Herzegovina y el 49 % en la llamada Republica Srpska, que se quedaría con la mayoría de los serbios. Quedaría una tercera entidad en la que fue imposible llegar a un acuerdo y que funcionaría como condominio, el distrito de Brčko, al norte del país. Las tres federaciones, y sobre todo la de Bosnia y la República Srpska, funcionan de forma absolutamente independiente a todos los niveles, las consecuencias de lo cual se van palpando en el ambiente conforme se pasa de una a otra. Para sumar más confusión, Herzegovina es una región histórica-geográfica que engloba casi toda la mitad sur del país y que, al menos sobre el papel, no tiene tintes políticos.

Visito Trebinje y su casco antiguo, de reminiscencias otomanas, así como las iglesias ortodoxas que se encuentran en una colina cercana. Ahí tengo la primera imagen de la accidentada geografía de Bosnia, que me resulta de gran belleza.
No me detengo mucho en la ciudad, que más allá del pequeño centro, una plaza, una iglesia y la celebración de la navidad ortodoxa no tiene mucho más, y me dirijo hacia Neum, el pequeño apéndice que da a Bosnia acceso al mar. Es una curiosidad geográfica a la que no me podía resistir (y que el Mapache explicó en esta entrada). Según el GPS, son apenas 85 km y un tiempo de más de hora y media de conducción. Eso da una media de 60 km/h, y pensaba, muy equivocadamente, que iba a poder superarla.









La carretera para llegar a Neum atraviesa montañas interminables, lo cual no deja de ser una constante en todo el país, y el firme es inestable, la anchura apenas deja pasar un solo vehículo y el trazado zigzaguea en curvas de hasta 180 grados con pendientes del 10%. Visto lo visto, decido parar en un pueblo y comer. Ravno, se llama. Y veo un cartel donde pone “Restoran”. El dueño habla algo de inglés, y me dice que no tiene la cocina abierta, pero me puede preparar un plato de jamón y queso y unas aceitunas. No está mal, le digo. Mientras devoro las viandas, entra un señor con un chorizo en la mano, el dueño del restaurante trae una tabla y comienzan a probarlo. Les miro con curiosidad y me invitan a la degustación, lo que lleva a la conversación. “Aquí todo el mundo tiene un cerdo y prepara sus propios embutidos”, me dice. Doy fe de que estaba buenísimo. Cuando compartes mesa y tabaco (en Bosnia está permitido fumar en todos los restaurantes, pubs y bares), uno pierde la cautela y desliza palabras que, en este país, hay que usar con mucho cuidado. “¡Nunca pensé que comería esto en Bosnia!”. Sus rictus cambian y me dicen, serios: “Esto no es Bosnia; es Herzegovina”. Primera bofetada de realidad. Levanto la mirada y veo, al otro lado de la barra, el escudo de Croacia. El señor que había traído el chorizo era oficial de policía en Croacia, pero “tranquilo, que aquí no tiene jurisdicción”. Me hablan de Cataluña y de su sentimiento independentista, del que no hablaré ni aquí ni mucho menos allí, y me despido.


Herzegovina es más una región física, geográfica, que una división administrativa. Pero se da la circunstancia de que casi toda la población bosnio-croata vive en Herzegovina. Lo observo en el pueblo, cuando salgo de él: banderas con los colores paneslavos y el escudo de Croacia, muy similares a la bandera oficial croata, cuelgan de balcones y tendidos eléctricos. Lo mismo pasa conforme me acerco a Neum por una de las carreteras más infames que el ser humano ha podido concebir en Europa.
Recapitulando: estoy en Bosnia, pero esto es la República Srpska; no obstante, hay banderas croatas y la gente con la que hablo dice que esto es Herzegovina. Suspiro.
Enfilo la carretera hacia la costa bosnia (o, más bien, herzegovina), que cada vez se vuelve más abrupta. Dejo al lado montañas interminables, cientos de ellas, que ocupan el paisaje más allá de lo que la vista alcanza. Dejo pueblos semiabandonados, sin vida, sin coches. Paso por al lado de un embalse y de localidades como Hutovo, Prapratnica, Dobrovo, donde apenas se ve a un viejo encorvado, con bastón y profundas arrugas, que alza la vista al ver pasar uno de los pocos vehículos que atraviesan esos caminos. El paisaje es desgarrador: es una mezcla de montaña y llanura, agua y aridez mezcladas, en la que tanta Historia y tantas historias trágicas han ocurrido que cada una de esas piedras podría hablar durante horas.



Llego a Neum, pero poco diré por aquí, más allá de que es una franja de tierra de 25 km de largo que separa Croacia en dos y da acceso al mar a Bosnia. Está urbanizada en casi toda su totalidad y es apenas un brazo de mar con una península croata frente a ella. En un atardecer del mes de enero, las calles están vacías y no ofrece nada. Mi destino último era Móstar, pero el GPS me obligaba a deshacer mis pasos y volver por donde había venido, lo que yo no tenía ninguna intención de hacer de noche. Miro hoteles para cambiar de planes, pero se me ocurre que puedo llegar a aquella ciudad atravesando parte del territorio croata. Entro a un bar, pregunto al camarero por la ruta y me dice que por supuesto, esa es la mejor opción. Orgulloso de saber más que Google Maps, recorro la franja de Neum, entro y salgo de Croacia y por tanto, de la Unión Europea y llego a Móstar bien entrada la noche (alrededor de las 19 h).





Móstar fue escenario de una cruenta batalla entre croatas y bosnios en 1993. En uno de esos interminables giros que dan las guerras, estos dos bandos, que en principio luchaban juntos contra el ejército yugoslavo (compuesto en una aplastante mayoría por serbios), acabaron luchando unos contra otros con un nivel de violencia demoledor. La ciudad, dividida por el río Neretva, acogía antes de la guerra a una proporción prácticamente idéntica de bosnios musulmanes, serbios ortodoxos y croatas católicos, que vivían dispersados por ambas partes de la ciudad. Durante el conflicto, croatas y musulmanes se realinearon en cada una de las orillas del río, agrupándose los primeros en el oeste y los segundos al este. Y así siguen.
El apartamento que alquilo para esa noche es muy acogedor y se encuentra en la parte occidental de la ciudad. Lo alquila Lejla, madre de dos hijos y de ascendencia croata. Me explica qué ver tanto en Móstar como en los alrededores y me habla de la plaza de España que hay en la ciudad. Yo sabía el aprecio que se le tenía aquí a mis compatriotas, que se encargaron de la reconstrucción del puente que da nombre a la ciudad y cuya destrucción fue un símbolo de la barbarie de la guerra, pero desconocía que ese aprecio fuese tan profundo como para dedicar una plaza, la única de toda la ciudad dedicada a un país extranjero.
Mi impaciencia por visitar Móstar era grande, y apenas dejo el equipaje, salgo a explorar la ciudad. Me adentro en unas calles empedradas rodeadas de edificios antiguos de piedra y solamente mis pasos rompen el silencio. Quería saborear esta ciudad medieval tan llena de pasado y de tragedia, y apenas cinco minutos de caminata después, tras un pequeña cuesta, aparece, majestuoso e imponente, el puente.
Móstar significa literalmente, “guardián del puente” y es además un juego de palabras con Stari (viejo) y Most (puente), por lo que la ciudad y su puente no pueden estar más íntimamente unidas. Pero precisamente es eso lo que falta aquí: unión. Hago unas fotos al puente, sumido en el silencio de una noche invernal, y observo a una pareja que camina hacia mí. Les pido que me hagan una, y noto que el chico tiene acento español. Comienzo a hablar con ellos y me cuentan que él es un uruguayo que está dando la vuelta al mundo con su bicicleta; ella es bosnio-croata y le aloja en su casa mediante Couchsurfing. Intercambiamos unas palabras y me pide que me una a ellos en un mini tour por la ciudad. La cosa no podía empezar mejor.
Klara tiene 26 años y nos explica que ella es croata, y que a pesar de haber nacido en territorio Bosnio, tiene exclusivamente el pasaporte de Croacia: sus padres son de este país y ella adquiere la nacionalidad croata de forma automática. No quiere que sea de otra manera, pues tiene profundas convicciones católicas y de ninguna manera querría que su pareja fuese bosníaco (es decir, musulmán), aunque no fuese practicante. No se siente ciudadana de Bosnia-Herzegovina, el país en el que le ha tocado nacer, ni vota en las elecciones presidenciales, aunque si lo hiciese, lógicamente, votaría por el partido croata. El sistema presidencial de Bosnia es absolutamente disfuncional, con tres presidentes, uno de cada etnia, que van rotando su puesto cada 8 meses. No solo eso: si un candidato no se proclama perteneciente a ninguna de esas tres etnias (supongamos que es judío, o no quiere manifestar si es bosniaco, croata o serbio), sencillamente no puede ser elegido, lo cual claramente viola el espíritu de las leyes europeas y es un obstáculo gigantesco para iniciar cualquier proceso de adhesión a la Unión Europea.
Lucas, por su parte, comenzó su viaje en España y ha recorrido Francia, Italia y los Balcanes. Terminó sus estudios y no tiene fecha de vuelta por el momento.
Recorremos las calles vacías del casco antiguo de Móstar, que, con el frío de enero y en noche cerrada, tiene un sabor extraordinario. Las luces amarillas se reflejan en el empedrado; el silencio, dueño de lo que antaño fueron disparos de artillería y bombas, es delicioso. Se escucha el río fluir y lentamente caminamos por los alrededores del puente mirándolo todo con ojos ávidos mientras sus habitantes se van retirando a descansar.
En Móstar, mucha gente no ha cruzado nunca ni cruzará al otro lado y simplemente ni se plantea dar el paseo que nosotros estamos dando. En esta ciudad, todo está duplicado: dispone de dos compañías de agua, dos cuerpos de bomberos que sirven a la parte que les corresponde, dos colegios… El sistema educativo está tan segregado que el instituto de enseñanza secundaria, el único que hay, imparte clases en dos turnos: por la mañana a los bosníacos, por la tarde a los croatas. Para quien viene por primera vez, no obstante, la división no es palpable. Cruzamos el puente, por primera vez para mí, y la imagen de su destrucción me viene vívida a la mente. El 9 de noviembre de 1993, el puente de Móstar, en pie durante más de 400 años y que había sobrevivido innumerables guerras, incluidas las dos guerras mundiales, fue destrozado por los disparos de la artillería croata. No tenía ningún valor estratégico, pero sí simbólico: fue construido por los otomanos, y por tanto, era un símbolo de la islamización de la ciudad. Y esto es lo que se pretendía en todas las fases de las extraordinariamente sangrientas guerras yugoslavas: borrar la huella del pasado del otro; “limpiar”, homogeneizar lo que durante siglos había sido diverso.
Recorremos la ciudad: vemos edificios todavía abandonados y semidestruidos 25 años después. Impactos de bala y bombas en fachadas de viviendas habitadas. Mezquitas, iglesias católicas, bulevares e incluso una estatua de Bruce Lee que nadie supo decirme qué hacía allí. Vemos la plaza de España y la placa que recuerda a los 22 militares españoles que perdieron la vida durante la guerra.
Allí aparece más gente. Al parecer, Klara había hecho amistad en la estación de autobuses con dos chicos que viajaban juntos, Elías y Adán, argentino y mexicano respectivamente, que se quedaban con Irfan, un bosníaco que les alojaba en su casa. Nos llevan a recorrer un cementerio erigido en honor a los partisanos que dieron su vida en la Segunda Guerra Mundial. Es de noche, es enero, es un cementerio y es Móstar, pero es emocionante ver cómo seis desconocidos charlan y pasean por aquí en absoluta armonía; cómo la casualidad ha querido que estemos ahí y en ese momento disfrutando de lo que está trágica ciudad tiene para ofrecernos. Y me percato de que, separados entre todos por miles de kilómetros de distancia, Lucas, Elías, Adán y yo tenemos mucho más en común de lo que tienen Klara e Irfan, que nacieron en el mismo país. En la misma ciudad. Para empezar, un uruguayo, un argentino, un mexicano y un español, hablan el mismo idioma. O, al menos, lo llamamos del mismo nombre. Sin embargo, Klara dirá que habla croata; Irfan manifestará que su idioma es el bosnio. Y son el mismo idioma salvo por algunas palabras y estructuras. De nuevo el énfasis en la diferencia. Les intento explicar cómo el español de Argentina, con su voseo, es gramaticalmente distinto al resto, pero que a nadie se le ocurriría decir que habla el idioma argentino, pero ese debate es espúreo: jamás un bosnio dirá que habla croata, o un serbio osará llamar a su idioma otra cosa que serbio. Es el micro-nacionalismo que impera y empapa cada pequeño rincón de la vida diaria en esta ciudad y en este país.













Irfan tiene 40 años y vivió la destrucción del puente, la guerra en su peor faceta, y se muestra reacio a hablar de ello. Me intereso por cómo las nuevas generaciones, las que no vivieron directamente el conflicto, han digerido la posguerra y su respuesta es rotunda: muy mal. La situación entre los menores de 25 años es de división total. Los padres, lejos de intentar mirar adelante y coser las profundas heridas que dejó la guerra, se han encargado de transmitir su resentimiento, si no su odio, hacia los que están al otro lado, relatando las atrocidades que cometieron y alimentando una división que internet, Youtube y las redes sociales, se encargan de reafirmar. Cuando una discusión no va bien, se amenaza con la guerra. Esta es la eterna pregunta en Bosnia: si no te gusta el sistema actual, ¿qué quieres, que volvamos a la guerra?
Entramos a un pub y viene el novio de Klara. Pale tiene 31 años y es programador informático. Croata de etnia y católico de religión, el binomio casi inseparable. Compartimos historias y a Pale le encanta charlar sobre la situación actual en Bosnia. Él sí quiere mirar al futuro, y ofrece una mirada integradora: durante la universidad, tuvo amigos bosniacos y se relaciona con ellos con frecuencia. Pasó tres meses en Tailandia hace unos años y nos cuenta una anécdota: tras dos meses en el país asiático, donde todo es calma y sonrisas, los amigos europeos que ya había hecho le dijeron que habían conocido a un serbio que llevaba varios meses en Bangkok. No lo habían traído al bar donde estaban tomando unas cervezas porque primero querían saber qué opinaba él y si iba a ser un factor de conflicto. Pale contestó que no solo no había problema, sino que llevaba varios meses sin discutir con nadie y el cuerpo le pedía un poco de adrenalina. Al día siguiente lo trajeron y, en boca de ambos, fue un “alivio” el poder hablar en sus propios idiomas después de tanto tiempo. Ambos decidieron gastar una broma a sus amigos, que lógicamente no entendían el serbocroata, y se pusieron a gritar y a empujarse, amenazándose de forma seria. Todos intentaron calmarles, arrepintiéndose de haber hecho que se conociesen, y ellos empezaron a reírse al cabo de un rato. No se lo perdonaron jamás, decía entre risas.
Las cervezas, alrededor de las que los temas fueron derivando hacia viajes, cambio climático y trabajo, no se prolongaron demasiado, puesto que Elías y Adán me habían propuesto ir al día siguiente a un pueblo cercano a Móstar llamado Blagaj, y a las cascadas de Kravica. Me como una hamburguesa en un fast food cercano y vuelvo a casa en taxi.
Lo dije al principio: el taxista era un hombre de unos 60 años y hablaba inglés de forma fluida. No hay resentimiento en su mirada ni en sus palabras y, por supuesto, no le pregunto su origen étnico. Me dedica todo su vocabulario en español y me ofrece tomar una cerveza al día siguiente, pero no era posible: mi día iba a ser largo. Móstar de día, Blagj, Kravica y Sarajevo me esperaban. Cómo habría disfrutado de la conversación de este señor, auténtica historia viva, como tantos otros habitantes de esta desdichada ciudad.
Me despierto a las 7 de la mañana y me fumo un cigarrillo en la terraza mientras disfruto del primer café del día. Lo primero que llama la atención: en plena callejuela estrecha donde se ubica mi apartamento, la distancia entre las casas es de apenas tres o cuatro metros, y en la de enfrente, unos cuantos agujeros de bala están todavía sin cubrir, testimoniando lo que aquí mismo ocurrió en un tiempo en el que mi máxima preocupación era sacar buenas notas para comenzar el bachillerato en el nuevo colegio.
Me ducho, hago la maleta y me dispongo a pasear por la ciudad, esta vez solo y de día. Hace un día soleado y el paseo es maravilloso: las calles están todavía vacías, pero el ajetreo de los comerciantes está empezando a bullir. Recorro la orilla del río, el puente… y observo un dibujo en una fachada: “All gave some; some gave all” junto al retrato de Midhat Hujdur, un comandante bosniaco que murió con 40 años el 30 de junio de 1993 defendiendo la ciudad. Aquí no se olvida, ni se tiene ninguna intención de olvidar: una placa con un desafiante “Don’t forget 1993” se erige en la entrada del puente.
Por lo demás, cada uno hace su vida: entro en una cafetería, compro una bandera, unos recuerdos y observo a la gente charlar y hacer sus vidas. Si alguien no supiera lo que pasó aquí o no se preocupase más que de fotografiar, filmar y posar; si uno solo se queda en la superficie, Móstar no difiere de cualquier otra ciudad turística. Pero solo basta con entablar conversación con algún local, con interesarse por este o aquel edificio abandonado, con observar los pequeños detalles para darse cuenta de que hay un halo de amargura en su atmósfera; un cierto aire de cansancio, de hastío, de indiferencia. Cruzo el puente una y otra vez, pensando que los puentes se construyen para unir, pero éste, concretamente éste, se reconstruyó para seguir separando de forma mucho más palpable. Un puente que es un muro; un río cuyas tranquilas aguas fluyen mucho más rápidamente que la vida de quienes viven junto a él.









Me encuentro con Elías y Adán y enfilamos hacia Blagaj. En este precioso pueblo se encuentran unas cuevas por las que en verano se puede entrar con un barco, y en el que fluye uno de los brazos que forman el nacimiento del río Neretva. Hay varios restaurantes y tiendas de recuerdos, pero casi todo permanece en calma y en silencio, como las cristalinas aguas del río que atraviesa la localidad. Nos hacemos las imprescindibles fotos y enfilamos hacia las cascadas de Kravica.
La carretera es preciosa y serpentea por las montañas, ofreciendo una vista bellísima de la llanura por donde fluye el río. Llegamos a las cascadas, previo pago de 10 marcos, y somos los únicos visitantes. Un cartel de “prohibida la realización de ritos religiosos” advierte en la base del río. Ni siquiera la naturaleza se ve privada del tinte étnico del país, que invade cada rincón. Evidentemente, no nos bañamos en el río, que baja caudaloso e invitaría a zambullirse si no fuese porque la temperatura exterior no es de más de 10 grados. En una zona de sombra se forma una capa de hielo procedente del agua de la cascada. A pesar del cuidado que pongo al pisar, me resbalo y me caigo, lo que hizo que tuviera que tomar un par de antiinflamatorios a lo largo del día. Elías, como buen argentino, había traído hierba y agua caliente para hacer un mate, y lo disfrutamos bajo el sol, con el sonido del agua cayendo por las cascadas. La naturaleza bosnia nos regalaba un día de relax bien merecido.






Volvemos sobre nuestros pasos y me quedo sin datos en la tarjeta bosnia que había comprado. Fue un poco complicado recargar la tarjeta, puesto que existen tres compañías de telecomunicaciones en Bosnia (cómo no) y los usuarios de uno no tienen ni idea de cómo funciona la otra. Sin contar con que, en las gasolineras y en muchos centros comerciales, logré hacerme entender a muy duras penas. Solo usé las palabras “no money, sim card, telephone, credit”, y en varias ocasiones me acompañaron… al cajero automático. Lo consigo finalmente, y enfilamos hacia Sarajevo.



De esta ciudad hablaré detenidamente en otra entrada, pues merece un capítulo aparte. Tan solo diré que mi intención inicial era pasar dos noches en ella y acabaron siendo tres. Y fue una lástima andar corto de tiempo, porque habría podido pasar en ella una semana a pesar de su intenso frío (hasta -8 grados con niebla y humedad).
Dejé Sarajevo tres noches después y enfilé, entrando enseguida en la República Srpska de nuevo, hacia Srebrenica. Me habría gustado ver Banja Luka, la capital de facto de la entidad, y de hecho ese era el plan original, pero Sarajevo mereció la pena tanto que no me importó sacrificarla. Asimismo, también tuve que dejar de lado el distrito de Brčko, que había entrado en mis planes en un principio. Lo que no quería perderme era Srebrenica. Arranco el coche y comienzo a conducir. Tan solo unos pocos kilómetros después de Sarajevo, se levanta la niebla y vuelvo a ver el sol. Las montañas que rodean a la capital de Bosnia la convierten en un pozo donde el frío y la humedad son brutales.
Sobre el papel, 2:30 h de camino que acaban convirtiéndose en algo más: había que parar cada cierto tiempo para tomar fotos de un paisaje invernal tan bucólico. El camino transcurre enteramente por la República Srpska y las banderas de esta entidad se mezclan con las de Serbia en muchos balcones, reafirmando el sentimiento nacional y nacionalista de sus habitantes.
Sin muchas incidencias, llego a Bratunac, la última localidad importante (21.000 habitantes) antes de tomar el camino directo a Srebrenica.
Cualquier persona que haya leído sobre las guerras de desmembración de Yugoslavia se habrá topado con este nombre. Y si no lo ha hecho, o si es demasiado joven para acordarse de las noticias en primera plana que ocupó ese topónimo, se lo resumiré con una sencilla frase: en Srebrenica se perpetró el mayor genocidio en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial.
Para no extenderme mucho: los serbios iban ganando terreno en la guerra a costa de los bosnios musulmanes, que estaban mal equipados y peor organizados. Conforme iban avanzando, los bosniacos huían en estampida, reorganizándose y hacinándose en distintas localidades, y Srebrenica fue una de las que más refugiados acogía en 1993. La ONU, previendo lo que podría suceder allí, envió a un delegado, el general Morillon, para evaluar la situación. Cuando quiso marcharse, no le dejaron. Asustado, proclamó que la zona estaría, desde ese instante, bajo protección de Naciones Unidas (proclamación que bajo ningún concepto podía hacer él de forma unilateral). De esta manera, se encargó a un grupo de militares neerlandeses la protección de los musulmanes de la zona… pero fue absolutamente inútil. Según las cifras oficiales, los serbios perpetraron el asesinato premeditado y sistemático de más de 8000 bosniacos que trataban de huir en fila india, por la montaña, hacia la localidad de Tuzla. Las mujeres y los niños habían sido hacinados en una antigua fábrica de los alrededores, en Potočari, y no corrieron igual suerte, aunque sus penurias fueron inenarrables. Todo esto sucedió en julio de 1995 y supuso el fracaso y el ridículo más espantoso que la ONU ha sufrido jamás.
Es lo que se llama ahora dark tourism, correcto, pero yo tenía que ver aquello con mis propios ojos. Antes de llegar al pueblo propiamente dicho, aparece el memorial de las víctimas. Es enero, hace frío y no hay absolutamente nadie, salvo una patrulla de la policía. Construido en 2003 e inaugurado por Bill Clinton entre otros, aglutina cada 11 de julio, aniversario del genocidio, a las familias de las víctimas, fecha en la que se aprovecha para enterrar los restos de las nuevas personas identificadas. El lugar es estremecedor: recorro en silencio los senderos entre miles de lápidas blancas con inscripciones en árabe y un arco de mármol con el nombre de cada una de las víctimas grabado. Apenas se escucha el sonido de algún coche y el de mis pasos, que crujen sobre el hielo del asfalto. El día es todavía soleado, pero el lugar no puede ser más sombrío.





Enfrente, al otro lado de la carretera, el complejo abandonado de fábricas que sirvió, de 1993 a 1995, como cuartel general de las tropas de la ONU y que ahora está dedicado al museo del genocidio. Junto a él, el almacén en el que se hacinaron miles de refugiados huyendo de una masacre garantizada. Entro en el almacén después de ver en Youtube las imágenes de aquellos días, y el silencio estremece mucho más todavía. La desesperación en aquellos infernales días de julio llegó a límites extremos. Y aquí estoy yo, que todavía recordaba aquellas imágenes que quedaron grabadas en mi mente cuando apenas contaba con 15 años, recorriendo circunspecto otro lugar oscuro, tremebundo, preguntándome por qué no vienen aquí todos aquellos a quienes se les llena la boca cuando hablan de nacionalismo. Por qué no nos damos cuenta de que todos los nacionalismos, todos sin excepción, son exactamente iguales.

Antes de entrar en el museo, voy a Srebrenica. La apariencia es fantasmagórica: veo edificios destrozados y otros abandonados. Antes de la guerra, habitaban la ciudad 37.000 personas, de las que casi tres cuartas partes eran bosnios musulmanes y el resto, serbios. Actualmente, viven apenas 15.000 personas. Y se nota. Entro en el “centro de información turística”. Recordemos que es el mes de enero y es viernes. Sorprendentemente, hay una persona. Si bien es cierto que se trata de una sala prácticamente vacía, con una especie de tienda que en ese momento tenía las luces apagadas y estaba cerrada con llave, la chica que se encuentra en el centro, que apenas habla inglés, me la abre y me ofrece una guía y un mapa con los lugares en los que se cometió la masacre. Turismo oscuro en su máxima expresión por lo que me cobra 3 €, que abono con la misma naturalidad con la que admito que van a ir a parar a su bolsillo. El mapa ofrece información detallada de por dónde huyó la columna de refugiados que huyó (sin éxito) de una carnicería segura, mientras que la guía muestra la naturaleza que rodea a la localidad: ríos, fauna, flora, etc. Me despido de ella y me dirijo al bar de la plaza. Una mezquita y una iglesia ortodoxa presiden el centro de Srebrenica. Y es que el equilibrio demográfico ha cambiado, por razones más que obvias. Su alcalde es Mladen Grujicic, el primer serbio que ocupa el cargo desde la masacre, y que niega el genocidio. Actualmente, el equilibrio de la población es de 55 % serbios y 45 % bosniacos. El genocidio surtió efecto.
No puedo imaginar qué se siente al vivir en la misma calle de quien asesinó a tu padre, y quizá ese sentimiento me abrumaba, pero paseo por las calles de Srebrenica y me invade una sensación de presión insoportable. Entro en el bar y los seis clientes y el camarero me miran con un rictus que no sé identificar: una mezcla de extrañeza (quién es este), de curiosidad (de dónde vendrá) y de recelo (qué habrá venido a hacer aquí). Pido un café con leche. Me fumo un cigarro. Observo la guía de Srebrenica. Cuatro vecinos de edades muy distintas discuten con cara de amargura mientras devoran una cerveza tras otra, un cigarro tras otro. Me pregunto qué hago yo aquí mientras miro la hora: las tres de la tarde. Consulto Google y me dice que el museo del genocidio cierra a las cuatro. Hora de marcharse.




Mientras me dirijo al museo, veo muchas banderas de la República Srpska, y es que está claro cómo este pueblo, reconquistado a base de asesinatos, quiere reivindicar su nuevo origen étnico.
Ningún cartel, ningún indicador, ningún letrero avisa de que aquello es un museo. Tan solo las siglas ONU a la entrada de un camino y el conocimiento a través de vídeos de Youtube de la época dan una pista de que allí se exhiben documentos y testimonios de lo que ocurrió hace casi 25 años. Aparco el coche, soy el único visitante, y saco mi cámara de vídeo. Inmediatamente, una cara se asoma desde una ventana y me grita en serbio unas palabras que, lógicamente, no comprendo. Hay un guardia de seguridad que tampoco habla inglés y que me pide la documentación. Empiezo a pensar que me he equivocado de sitio y que me he metido en algún lugar prohibido. Al cabo de unos minutos, baja la persona que me había estado gritando. Le pregunto si esto es un museo, y me dice que sí, pero que tenga mucho cuidado con lo que grabo, porque “estamos amenazados”. Entiendo en ese instante el porqué de la presencia de la policía en el memorial que hay justo al otro lado de la carretera: es muy probable que los serbios, ahora mayoría, quieran boicotear la presencia de estos desgarradores recordatorios de lo que hicieron. Las heridas no solo no se han cerrado, sino que continúan sangrando y desangrando a Bosnia.
Recorro las dos plantas del museo dedicado al (sic) “fallo de la comunidad internacional”. Y es que no puede llamarse de otra manera. El papel de la ONU en Srebrenica fue absolutamente lamentable, y, en particular, el del teniente coronel neerlandés Tom Karremans, que con su pasividad, su connivencia, su parsimonia y su acongojamiento, permitió que se produjera la matanza de 8.000 personas. Su despacho está en la segunda planta del edificio, prácticamente tal y como lo dejó. Mapas, banderas, relatos y fotografías se ven por todas partes en esa exhibición permanente de la barbarie acontecida en julio de 1995. Absorto, miro el reloj y compruebo asustado que son las 15.58 h. Asustado, porque el silencio es absolutamente sepulcral y es bastante probable que me hayan encerrado dentro del edificio. Bajo corriendo las escaleras y no veo a nadie. No quiero quedarme encerrado en una fábrica abandonada cuyo interior apenas llega a los 5 grados de temperatura a las afueras de un pueblo fantasmagórico al anochecer. Con el corazón en un puño, abro la puerta y veo que se abre. Pies para qué os quiero, entro en el coche y huyo de Srebrenica como alma que lleva el diablo: estar aquí, en esta época del año, implica poner a prueba tu templanza.








Mi siguiente y último destino en Bosnia-Herzegovina es Visegrád, una preciosa localidad atravesada por el río Drina famosa, al igual que Móstar, por un puente. Para llegar allí, de nuevo, podía tomar dos rutas: una que transcurre íntegramente por territorio bosnio, de unas tres horas, y que suponía volver sobre mis pasos, y otra que atraviesa parte de Serbia y que dura unos 40 minutos menos. Supone salir y volver a entrar del país y recorrer una carretera paralela a la frontera serbio-bosnia durante unos cuantos kilómetros, así que no lo dudo ni un instante. Pero no fue fácil: eran las 16 h cuando comienzo el que supuestamente iba a ser un paseo de dos horas y media, pero en esta zona del mundo, en estas fechas, es noche cerrada a las 17 h, lo que yo tenía perfectamente asumido; lo que no esperaba era el mal estado de la carretera por la que me iba a tocar conducir. Los primeros kilómetros son fabulosos: el río a mi izquierda, Serbia al otro lado y una calzada relativamente en buen estado. Conforme el tráfico iba desapareciendo y la noche caía, las curvas, las cuestas y el hielo y la nieve hacían acto de presencia, ralentizando mi marcha a unos 25-30 km/h. Ni la entrada en Serbia, con teóricamente mejores carreteras, mejoró la situación. A ratos pensé que no podría llegar a Visegrád, que mi coche resbalaría y me quedaría varado en una cuneta sin nadie que viniera a rescatarme. Entre montañas, sin cobertura de móvil y de noche, mi única esperanza era que tenía gasolina suficiente y comida y bebida para esperar hasta el día siguiente.
Pero lo conseguí y llegué a Visegrád sobre las 19.30 h. El río Drina estaba completamente congelado en el primer recodo que forma al entrar en la ciudad y un cartel de “I love Visegrad” intenta dar un poco de calidez al gélido ambiente invernal. Entro al apartamento, dejo mis cosas, compro algo de comida en un supermercado cercano y me preparo una cena ligera. Mi intención era dar un paseo, pero la tensión de la conducción en condiciones tan pésimas había hecho mella en mi maltrecha espalda y cuando finalmente me tumbé en la cama fue difícil levantarme. Visegrad esperaría al día siguiente.
Amaneció una preciosa mañana invernal, con ese toque melancólico, blanco y gris, nublado y gélido, rodeado de montañas en una nueva ciudad por explorar de Bosnia. Era mi último día, y este país no podía regalarme una estampa más bucólica: el puente de Visegrad en invierno es un regalo para los sentidos.
Ivo Andrić fue el primer y único yugoslavo en ganar el Premio Nobel de Literatura, y lo hizo con su obra “Un puente sobre el Drina”, en la que habla de la historia de su país y de las relaciones entre musulmanes y ortodoxos en Bosnia-Herzegovina. De lectura casi obligatoria entre los serbobosnios, el puente al que hace referencia es el llamado puente Mehmed Paša Sokolović, construido en 1577 por los otomanos y que hoy en día es Patrimonio de la Humanidad. Otro caso de desplazamiento masivo de bosniacos durante la guerra de Bosnia, la ciudad tuvo una proporción muy mayoritaria de estos antes del conflicto, pero hoy pertenece a la República Srpska.
Subo a un mirador desde el que se contempla la ciudad, que parece una postal navideña. Disfruto de las prácticamente últimas vistas de este trágico país y tecleo en el GPS el nombre de la ciudad que al dueño de este blog tanto le gusta: Podgorica (Nota del Mapache: Javier trae a mi memoria los días atrozmente aburridos que viví en Podgorica y de los que pueden leer aquí).









Son 4 horas de camino que decido tomarme con calma, y motivos hay para ello: la carretera sigue el curso de un río Drina encajonado entre montañas que, calmado, las refleja como un espejo. Disfruto de una conducción calmada y por fin sin tensión, y veo que la ruta me lleva a través del corredor de Goražde, donde decido parar a tomar un café.
Goražde fue un punto de fricción en los acuerdos de Dayton, las conferencias de paz que dieron por terminadas las guerras. Era otro enclave musulmán rodeado de población serbia, al igual que Srebrenica, cuyo destino podría haber seguido si no se hubiera parado el conflicto. Los bosniacos no querían ni podían entregarlo a los serbios en las negociaciones para crear la República Srpska, así que, tras arduas deliberaciones, incluyendo topografía en 3D (todo un despliegue de tecnología en el año 1995), se decidió crear un corredor que uniese las zonas bosniacas y permitiera su integridad territorial. Los serbobosnios debían renunciar a parte de “su” terreno que hubo que compensar, y los estadounidenses se comprometieron a construir una carretera que uniese Goražde con el resto de territorio bosniaco. Y ahí estaba yo, rodeado de mezquitas, sabiendo que apenas unos kilómetros más allá ya no iba a ver ninguna porque estaría en territorio étnicamente serbio. Los carteles en alfabeto cirílico me lo recordaron, por si se me estaba olvidando.





Recorro los últimos kilómetros de Bosnia antes de entrar en Montenegro con el desasosiego de quien ha intentado comprender un país disfuncional y no sabe si lo ha conseguido. Es un puerto de montaña con una carretera de apenas cuatro metros de ancho, sin barreras que impidan caer en picado por un terraplén sin fondo, y con hielo y nieve en el pavimento. Pero finalmente, veo la garita de aduanas y Montenegro al otro lado. El oficial toma mi pasaporte y me dedica un “gracias” en español y una sonrisa amable y sincera.
Paro en la supuesta tierra de nadie, aún en territorio de Bosnia, o de Herzegovina, o de la República Srpska, qué más da, y miro las montañas que me rodean. Se agolpan tantas vivencias en tan poco tiempo. Tantos pueblos y ciudades con tantas historias trágicas, tantos siglos de luchas y un futuro tan sombrío. Tantas personas dándose la espalda, acentuando sus diferencias y renegando de lo que, presuntamente, les podría unir, que es la belleza de una tierra que todos quieren poseer en exclusiva. Apenas 50.000 km2 y dos regiones, tres entidades, tres etnias soberanas, dos alfabetos, tres religiones… incontables guerras y demasiado pasado. Un país con tanta historia y tanto dolor que rompe sus costuras y no hay sastre que pueda coserlas. Donde el nacionalismo fanático, execrable en todas partes, alcanzó aquí unas cotas inimaginables y que sigue impregnándolo todo y a casi todos. Un país con tanta historia que no cabe. Se desgarra… se rompe.
Piso Montenegro y la carretera se ensancha. Voy camino a Podgorica, a Barcelona, a Zaragoza. A casa.
Y hasta aquí llegamos con la entrada de Javier de hoy. Si quieren leer más entradas de él, se las dejo a continuación:
- Entre el alambre y el Mediterráneo: Melilla, un trozo de Europa en África
- Israel, entre la paranoia, la tradición y la modernidad
- Un día en Transnistria, un agujero negro en Europa Oriental
- Campamento de Refugiados de Idomeni: El pozo negro de la conciencia europea
- Moldavia: resignada, desconocida, enigmáticamente triste y desarraigada
- Tristán de Acuña: Llegar es muy difícil, quedarte es imposible.
- Un viaje al fin del mundo: Nordkapp, Noruega
- Un viaje a un país que no existe: República Turca del Norte de Chipre
- Algunos territorios desconocidos de España en el Mar Mediterráneo
Y para terminar, la cuña: Les prometí entradas frecuentes durante la cuarentena y voy cumpliendo. Vamos a ver cómo evoluciona el asunto. Nos vemos mañana con otra historia. ¡Adiós pues!