En la entrada pasada les conté que una de las cosas que más me gusta de tener este Blog es que he conocido gente fantástica con los mismos intereses geopolíticos que yo en diferentes lugares del mundo. Pues uno de ellos es el famosísimo Coke González, un chileno que solía presentar deportes en un canal chileno y que hace un año (creo) abandonó Santiago y se autoexilió en Andorra la Vieja. Yo no entiendo nada, pero él es disfuncional, así que sus razones tendrá. Yo estuve en Andorra hace unos años con nuestro amigo Javier y me encantó… Claro, me encantó porque sólo estuve un día. Yo amo las grandes ciudades y para mí vivir en Andorra sería un suplicio. Es más, creo que a los 5 días ya estaría de psiquiátrico.
Coke es un gran amigo de vieja data. Tanto así que hace unos años volé de Bogotá a Santiago para su cumpleaños (y de paso para conocer Chile que aún hacía falta en mi lista). Hay que decirlo, como anfitrión es inmejorable… ahora, hablando castellano no tanto. Todavía recuerdo pasar horas tratando de descifrar qué carajos era lo que él y sus amigos estaban diciendo. Y eso que a él algo le entiendo, a sus amigos que luego me acompañaron en el metro hasta el hotel sí que no les entendía nada. Regáñenme todo lo que quieran, pero es que el castellano chileno y yo nos la llevamos bastante mal.
Pues bueno, Coke se fue a vivir a Andorra y yo lo jodí y lo jodí y lo jodí un poco más para que nos escribiera algo para el Blog. Tengo que confesar que al principio no le tenía mucha fe a este escrito porque, siendo un microestado, tampoco es que haya mucho que decir… ¿no creen? Pero Coke lo logró. Gracias a que se dedicó a recorrer Andorra en bicicleta para bajar la panza (que aún no baja, pero él lo sigue intentando), hoy tenemos un viaje a los confines de Andorra. Saliendo de Andorra la Vieja, la capital, recorriendo lagos y montañas y terminando en los lugares donde se unen Andorra, España y Francia – para seguir con la tónica de los trifinium de la entrada pasada sobre Corea del Norte -, el de hoy es un relato que nos lleva a la entraña de los Pirineos.
Entonces, como siempre y sin más preámbulos, traigan café, acomódense y los dejo en manos de Coke y su crónica de Andorra:
Los Pirineos en bicicleta: un viaje por los confines de Andorra
“Que lo pases muy bien en las tres calles de Andorra”, fue el mensaje que recibí hace casi un año en cierto grupo de geografía disfuncional (Nota del Blog de Banderas: Coke habla de un grupo de whatsapp que tenemos con Diego, el dueño del Blog de Fronteras – aunque él ahora se cree de mejor familia y ya nunca nos habla -, Javier, a quién ustedes ya han leído bastante por estas tierras, él y yo. Y sí, el que le dijo “que lo pases muy bien en las 3 calles de Andorra” fui yo). Si bien es una exageración, también es cierto que no podía refutarlo: vivo en el país que ocupa el puesto número 195 de la lista de Países por Superficie y, si se considera el mismo listado, sólo hay 16 Estados soberanos más abajo que el Principado. Como si fuera poco, lo primero con lo que se asocia Andorra (para los pocos que saben que existe, claro) es a compras y esquí. Y no mucho más.
Otra referencia: antes de radicarme definitivamente en este país, me agasajaron con una serie de despedidas. En una de ellas, Nano – uno de mis tíos predilectos, quien fomentó mi disfuncionalidad geográfica cuando yo era niño y repasábamos el atlas político de Chile desde Visviri hasta las bases antárticas – me emplazó a mostrarle en Youtube algo sobre la gente de Andorra. Mal que mal, era con quienes me iba a codear. Resultado: gens ni mica (“lo más mínimo” o “poco y nada” en castellano), como se diría en catalán. Mucha grabación sobre motos rugiendo motores, cámaras sobre los cascos de quienes hacen descenso en bicicleta o en la nieve y singulares consejos de compras. Pero algo que graficara a la sociedad, sus quehaceres, su diario vivir, apenas un par de extractos de un noticiario. De hecho, lo más singular fue encontrar un video de 1935 que cataloga a Andorra como “la república más pequeña del mundo” (y ni siquiera fue república con el chiflado Rey Boris I sobre el que pueden leer en esta entrada del Blog de Fronteras) pero en el que sí se exhibe al pueblo de manera bien peculiar: a raíz de una chica guapa dicen que sus mujeres “son una cosa muy seria” y un puñado de parroquianos degustando licores son señalados como “elegantes”, entre otras particularidades.
Eso fue lo que más sentí cuando llegué a Andorra: la necesidad imperiosa de hacer notar que existe. Había venido tres veces anteriormente como turista y, una vez que me establecí, descubrí que había un mundo por recorrer y escudriñar. Es curioso: en un país que es más pequeño que mi ciudad natal, sigo creyendo que acá lo único que hay son oportunidades y promesas, no limitaciones.
La pasión geopolítica pudo más…
No me pregunten por qué me encanta Andorra. La respuesta es muy sencilla: no lo sé. Parece ser una incongruencia para un tipo que dejó toda su vida en Chile para venirse a un puntito diminuto dentro del mapamundi. En rigor, no sé describir una razón puntual para decir que me encanta estar aquí ni tampoco desde cuándo se originó aquel sentimiento. Sin embargo, no puedo omitir un fundamento que puede ser tan ñoño como significativo: la pasión geopolítica. Sí: la misma diadema diarreicomental que habitualmente corona a los asiduos de este noble, magnánimo e infanzón blog.
Desde pequeño me llamó la atención que existieran países minúsculos cuya población entera entrase en un gran estadio de fútbol. Pero pude haberme fijado en Liechtenstein, San Marino, Singapur, Brunéi o Nauru (Nota del Blog de Banderas: Y aquí la historia de Nauru por si les interesa). No fue así: mi cautivo fue Andorra. Y realmente no sé por qué: mi mejor amigo de la infancia se reía del nombre “Andorra la Vieja” y luego molestaba a ciertas veteranas de la calle diciéndole “Vella”. Pero no era eso. Mis bisabuelos -republicanos exiliados tras el flagelo de la infausta Guerra Civil española – intentaron huir por tierras catalanas rumbo a campos de refugiados en Francia, pero no hay registro de una aproximación por el Principado. Y a esas alturas de mi vida, lo más lejano que había conocido fuera de mi casa era La Serena y Rengo…
Entonces es hora de entrar a la episteme del asunto: probablemente me atraiga que su cultura sea más semejante a la de mi país natal en comparación a otras micronaciones, que su bandera posee una combinación armónica de colores y uno de los escudos más peculiares del planeta (Confróntese con la descripción que efectúa el intrépido Diego González en el blog hermano, aunque algo perezoso), y que dentro de todo esté relativamente cerca de grandes polos urbanos en Europa. Todo eso puede incidir en mi búsqueda incesante de límites nacionales que son demarcados en lo alto del Pirineo, los que configuran una extensión total de 121 kilómetros que encierran un territorio de 468 km2 que me enamora cada día más.



La primera vez que vine a Andorra fue el 11 de septiembre en 2010. Y estaba tan ansioso por llegar que, una vez fuera de La Seu d’Urgell (la ciudad española de relativo tamaño más próxima al Principado) parecía un niño chico diciendo: “¿cuánto falta?”. Cada curva era una decepción por no ver la frontera, pero al mismo tiempo sentía alivio porque se aproximaba. Hasta que por fin llegué a la aduana del río Runer, que sirve de límite natural. La foto y la sensación de alegría todavía la atesoro. Incluso en una segunda oportunidad mi cuerpo fue binacional por un momento, cuando me retraté delante de la placa que marca la frontera (desafiando la vigilancia de los policías, también) y que además ilustra la inauguración de los nuevos puestos fronterizos de 1993. Una línea en el pavimento indica la división nacional y a metros de distancia en ambos países existe un reductor de velocidad (en Chile se le llaman lomo de toro) para que a ningún vigilante se le pase el rostro de cada transeúnte. Qué va: si bien traspasar ese punto fronterizo se me ha hecho cotidiano, yo sigo prestándole atención a la placa fronteriza sobre el Runer. Y el cosquilleo de gratitud persiste.























Misma sensación de ñoñería sentí sobre el río Arieja. Es decir, sobre uno de los pequeños puentes binacionales en la frontera francoandorrana colindante con la localidad de Pas de la Casa, cuyo nombre se debe a que a inicios del siglo XX sólo había una cabaña que servía de refugio de pastores y además marcaba la frontera. Es sumamente llamativo que dicho poblado acabe abruptamente – y por consiguiente, Andorra – en la ribera del riachuelo: hacia el lado francés sólo hay un descampado y al fondo montañas. Parece un acantilado: del costado andorrano hay edificios de viviendas y tiendas; para el otro sitio, nada. Esta frontera también la visité en 2010 por primera vez y me parece la que más ha tenido progreso: lo que antes ni siquiera tenía un indicador que dijera “Andorra”, en 2015 sí lo tenía junto con un letrero luminoso de carretera y en 2017 no era necesario entrar transitoriamente a Francia para conectar con el túnel de Envalira. Para 2020 está proyectado un interesante proyecto urbanístico que incluirá una costanera en la ribera andorrana del Arieja para dar un paseo fronterizo.

Pero para que no crean que soy un orondo infame (aunque en Chile muchos sí me valoran así, porque en mi país lamentablemente imperan las apariencias para cualquier cosa), decidí conquistar uno de los tramos fronterizos más exuberantes de Andorra. Y aquí regreso a la zona sur del país, específicamente a la parroquia de Sant Julià de Lòria: la carretera rumbo a Os de Civís, pequeña aldea española que es un periclave (les explica más Dieguito aquí, que para eso tiene su blog). Quería que mis tiempos de ocio en Google Maps se hiciesen concretos de una buena vez. Claro que lo hice de una manera algo extreme para los panzones que administran blogs: en bicicleta – en el siguiente subcapítulo profundizaré sobre este medio de transporte – (Nota del Blog de Banderas: Yo no sé por qué Coke asume que si él está panzón, todos tenemos que estarlo. A mí sáquenme del club de los panzones que por estas tierras ese calificativo no aplica). Si bien en el primer intento fallé, dado que mi rollizo corpus sólo resistió hasta la aldea de Bixessarri -considere las fuertes pendientes para ascender el Pirineo -, en el segundo ataque logré conseguir los 6,1 kilómetros de distancia entre el inicio de la Carretera General 6 (en la rotonda de Aixovall) hasta el borde.
Más aún: ese 18 de junio fue un día maravilloso, con un sol radiante, grata temperatura, familias completas también hacían el trayecto hacia los merenderos cercanos. Pasaba en mi bici y los niños me saludaban mientras jugaban, en tanto sus padres preparaban la barbacoa. Idílico… hasta que llegué a la frontera: tamaña fue mi sorpresa al notar que el letrero indicador de “Andorra” estaba destrozado. Si bien me di el tiempo para fotos y ñoñear con dar pasos de un lado a otro de la frontera – se aprecia en la diferencia de color en el pavimento -, me quedó la inquietud de la avería en el letrero. Se lo comenté a una amiga más tarde y ella misma me alertó del motivo: un ataque de fundamentalistas en favor de la secesión española en Cataluña. Más allá de la postura que el buen lector tenga sobre el particular, me parece reprochable todo tipo de violencia y daño a la propiedad pública con el fin de imponer una doctrina. Me embarraron el paseo con su bretolada.

Y si se trata de garbear con fuerte exigencia física, quise dejar para el final el logro geopolítico más supremo que he tenido en mi vida: conquistar un trifinio. Andorra, pese a lo pequeñita que es, posee dos y ambos limítrofes con España y Francia: el del Pic de la Medacorba y el de la Portella Blanca. Me incliné por este último porque presumí que era más fácil de acceder: la ascensión al Medacorba significa escalar hasta los 2.914 metros de altitud y, si bien hay una estaca con cintas de los colores de las banderas implicadas, el niñito Coke prefería visitar el hito que existía en la Portella Blanca. Me documenté desde marzo, fecha en la que Diego González y Javier Conde Duque de Olivares – dos caballeros de la orden diarreicomental – me visitaron para ver un partido de fútbol acorde a nuestro frikismo geopolítico: Andorra versus Islas Feroe. Fue un cero a cero del cual más gozamos en la tribuna con todos los souvenirs adquiridos, pero aquel mismo día el pleito estuvo a punto de suspenderse por una fuerte nevada matinal sobre Andorra la Vella. Imagínense la excursión al hito a más del doble de altitud: riesgo de convertirnos en hombres de las nieves (porque “abominables” lo somos). De hecho, en dicha oportunidad me enteré que la dificultad de la excursión a la Portella Blanca tenía carácter de “elevada”, pero contrastaba con algunos videos de Youtube en el trifinio ya que se veía apacible e incluso conquistada por gente de avanzada edad. En fin: llegó el verano a Andorra, mis amigos publicaban en sus redes sociales un sinnúmero de excursiones a la montaña y me planteé el desafío, sin decírselo ni preguntárselo a nadie.
Así fue como llegó el 26 de julio de 2017: luego de que Álex Somoza -exjugador internacional por Andorra y hoy técnico de mi equipo Inter d’Escaldes – me prestara los palos adecuados para trayectos de montaña, abordé el autobús rumbo al Pas de la Casa. He ahí el primer inconveniente – lo cual es generalizado en el país -: la escasez de recorridos del transporte público. Para llegar hasta Grau Roig (el punto de partida), debí abordar un autobús con destino a Pas de la Casa, bajarme en el Túnel de Envalira y caminar más de dos kilómetros hasta Grau Roig. Bah: iba a caminar mucho más, qué más da. Fue así como llegué al punto de inicio, afuera del restaurante Cubil. Y aquí un puntazo para Andorra: su app de Turismo Activo funcionó a la perfección, muy bien indicada y orientada por GPS, junto con que todo el trayecto estaba demarcado con marcas sobre las rocas. Un grupo de octogenarios franceses también hacían el mismo camino que yo y me referenciaba por su sendero (aunque iban bastante más lento, lo cual sabía que en algún momento los alcanzaría). Así pasamos por los hermosos lagos de Pessons y Comastremera, sin omitir la empinada colina de Montmalús. Hasta que veo que en la estación de funicular de Grandvalira el contingente galo se desvía hacia el valle del Madriu… El GPS me alertaba que debía girar hacia la izquierda, donde aparecían imponentes unos canchales y la cima del Menera. Para colmo, divisé algo parecido a un alce a unos cincuenta metros. Estuve a punto de dar media vuelta y a casa. Pero no: fortaleza mental y a aprovechar que tenía medio camino recorrido… Eso creí: el Menera debía ascenderse por completo, luego descenderlo por la portilla de Joan Antoni (un mínimo tropiezo y barranco abajo) hasta la fase final. Aquí un detalle: realmente fue señal divina haberme encontrado con un manantial; de lo contrario, me quedaba seco. El último tramo también parece libreto por Dios: luego de seguir una recta se debe girar a la izquierda y repentinamente aparece ahí, sublime y enhiesto, el hito que indica el trifinio (Aquí no dudan de la ubicación del trifinio pero sí del curso que siguen las fronteras). Lo confieso: una vez ahí me arrodillé y agradecí al Altísimo la posibilidad de haber conquistado el primer tripartito de mi vida y por haberme fortalecido para haber llegado hasta ahí (Este humilde servidor escribía con vehemencia sobre los trifinia hace casi cinco años en este mismo albergue de sueños diarreicomentales). Me di tiempo para sentarme sobre el hito – era plano, malpensados -, di un baile giratorio que Matt Harling envidiaría (?) y de comerme un sándwich mientras contemplaba lo majestuoso del paisaje. Y yo al medio, como un grano de arena, dichoso de haber conseguido esta conquista, al punto que los 16 kilómetros de travesía (incluyendo el regreso, que era el mismo trayecto en sentido contrario) podría relatarlos de memoria y volver a recorrerlos (Todos están invitados a ver el álbum de fotos con mi recorrido hasta la Portella Blanca).
Un país coqueto
Desde la primera vez que vine a Andorra en 2010, sentí el encanto de este trocito de tierra ubicado en el sudeste europeo. Cuando lo intentaba describir en una palabra, no me resultaba: me extendía en las vistas pletóricas de inspiración que otorga el Pirineo, la armónica combinación entre construcciones medievales y técnicas arquitectónicas de vanguardia, la tranquilidad casi cansina de uno de los países con mayor esperanza de vida y con menor tasa de criminalidad del planeta. Pero vamos: una palabra. “Chico” no podía ser porque había otros sitios igual o más chicos. “Tranquilo” tampoco, por el mismo argumento anterior. “Verde”, “alto”, “amable”, “montañoso” y otros calificativos también podían encontrar un símil en otros lugares en los que había estado. Hasta que este año, no sé después de cuántas cervezas, di con el indicado: coqueto. Sí: este país es coqueto. He estado en otros 23 y ninguno -ni siquiera el mío- me parece coqueto. Quizás haya otros más que éste o que al buen lector le parezca una burrada lo que digo, pero mi experiencia desemboca en apasionarme cada vez más con sus recovecos, con sus alambicados senderos, con sus casitas en medio de un cerro, con su montaña que acoge. A propósito de esto último, hace años me contaron que Andorra registraba algunos suicidios porque la gente se sentía “asfixiada por la montaña” y que la mayoría piensa que lo mejor de los días libres es huir para ver algo de horizonte. Pues esos motivos que aquí agobian, a mí me abrazan.
Tal vez por eso me ha apasionado albergarme cerca de las laderas de los macizos pirenaicos. Apenas llegué a residir aquí, me atrajeron mucho unos caminos de montaña denominados rec, los cuales eran vías de conexión en la Andorra de antaño. El Rec del Solà es mi destino más habitual porque congrega estrechez y calma a pocos minutos del centro de Andorra la Vella. Para qué decir las vistas: majestuosas. Además llega el sol, lo cual aquí se agradece sobre todo en invierno. La gente va a trotar, reflexionar, pololear -averigüen lo que es en Chile- o pasear a la mascota, entre otras actividades. El Rec de l’Oblac es más ancho pero siempre sombrío, aunque con una ventaja: conecta con numerosos caminos en medio del bosque para salir hasta la carretera de La Comella o adentrarse en el valle del Madriu-Perafita-Claror, terreno que ocupa el nueve por ciento del Principado y declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Yo este verano llegué hasta Entremesaigües sin equipamiento alguno, todo por medio de sus amigables caminitos bien señalizados.



Pero al cabo de unos meses logré juntar unos euritos y pude comprarme una bicicleta. Es mountain bike, similar a la que ocupaba en Chile para ciclismo recreativo, y a mí me basta y me sobra: habitualmente comparto las rutas con gente equipada con mejor bicicleta, físico e indumentaria, pero yo voy a mi ritmo y a mi vergüenza. Lo positivo es que el automovilista suele ser respetuoso con el ciclista, sobre todo en los caminos que ascienden la montaña y cuando se toman las precauciones como ir a un metro del inicio de la calzada. Lo hermoso, para mí, es reforzar ese sentimiento de adentrarse en el Pirineo y saber que peregrinas por un recodo dentro del mundo. Y mientras más asciendes, más cerca de una frontera estás; qué mejor. Junto con el señalado paseo al límite hispanoandorrano en la carretera rumbo a Os de Civís, suelo transitar por los caminos de Sant Julià de Lòria: Fontaneda, Nagol, Aixirivall, La Rabassa. El ciclismo está muy difundido, al punto que aquí se han disputado etapas del Tour de France y de La Vuelta a España (Este servidor y su trabajo durante La Vuelta este año), además del fomento logrado por el ciclista residente Joaquim “Purito” Rodríguez. No obstante, mi mayor ataque fue entrar por Els Cortals d’Encamp y recorrer la carretera de Les Pardines hasta el lago de Engolasters, que al mismo tiempo es un embalse para abastecer de electricidad al país. El entorno es maravilloso.


Y si de cosas coquetas se trata, no puedo dejar de mencionarlo: el fútbol. Mal que mal, es lo que me da trabajo en Andorra y espero responder con tanta dedicación como pasión. En infraestructura, todos los estadios del país tienen vistas colosales a diversas montañas del Pirineo: si el buen lector quisiera sentarse en una montaña a ver el partido, cómprese unos buenos binoculares y lo puede hacer. El estadio Nacional fue inaugurado en 2014 y lo que en un reducto deportivo corriente sería la tribuna popular, acá es un conjunto de edificios. Al más puro estilo de La Bombonera: desde su hogar puede disfrutar de un partido.


Pero también es coqueto su entorno social: dado que la gran mayoría no se dedica exclusivamente al fútbol, es muy normal que el jugador del equipo al que enfrentaste luego te atienda en un supermercado, lo encuentres en una obra o incluso contribuya a tu seguridad como policía. El círculo es tan estrecho que siempre te encuentras con alguien conocido: el saludo se retribuye con afecto. De hecho, es normal que dentro de un autobús -sobre todo los comunales- se formen verdaderos debates entre los pasajeros e incluso el chofer. Andorra, pese a tener una población de menos de ochenta mil personas, es una confluencia de diferentes nacionalidades que progresivamente se entrelazan y se integran a la sociedad nativa -o al menos, eso intentamos. Véase este video sobre la diversidad cultural (subtitulado al castellano)… Participa este humilde servidor:
En ese sentido, el idioma oficial es una gran herramienta para socializar: si bien toda la gente aquí habla castellano, la novia andorrana de un amigo chileno me dijo en mis primeros días acá que el catalán “es la vaselina para entrar en Andorra”. Y vaya que tenía razón: es la mejor forma para demostrar respeto por la sociedad en la cual deseas insertarte, aunque no lo hables del todo bien. Asimismo, ha sido una buena herramienta para unir a las segundas generaciones de inmigrantes que, al margen de sus raíces, terminan compartiendo todo en su crianza desde la guardería. El espíritu andorrano que se caricaturizaba con pagesos hace un tiempo hoy lo noto -desde mi humilde punto de vista- en una sociedad pujante, en búsqueda de un progreso que quizás haya que buscarlo académicamente afuera pero con mucho respeto para retribuirlo en el sitio de origen. Aunque sigan siendo pocos en comparación al mundo, los andorranos han crecido y se identifican como tales. Quizás por eso -y recalco en lo que dije hace un rato: sin entrar en el juicio político- en la reciente Fiesta Mayor de Andorra la Vella, varios andorranos a mi alrededor clamaron a un grupo de personas que guardaran una estelada durante un recital del grupo La Pegatina: al margen de estar de acuerdo o en contra, esto era Andorra y su problema no era de aquí. Claro: hace poco también hubo quinientos catalanes manifestándose en favor del Procés en la Plaça del Poble de Andorra la Vella, lo cual es parte de la inmensa diversidad cultural dentro del Principado y la tolerancia que hay de unos a los otros, sin olvidarse de que estamos en otro territorio soberano. Como se infiere de uno de los lemas del Morabanc Andorra, el equipo de básquetbol que juega en la Primera División española: Som un país. Aunque sea pequeñito, Andorra es un país. Y yo quiero quedarme aquí para el resto de mis días.






























Reseña
Coke González es un periodista chileno avecindado en Andorra. Más allá de que su especialidad es el deporte, siempre se ha apasionado por la geopolítica. Las banderas y las fronteras han sido su pasión incesante. Más de él en su biografía en la wiki. Su cuenta de Twitter e Instagram es @coke_deportes.
Y hasta aquí llegamos por hoy. Pero como siempre, antes de irse, pásense por las redes del Blog y le dan seguir a todo… Sí, a todo. Instagram, Facebook y Tuíter. Y luego pásense por las de Coke y también lo siguen: Instagram y Tuíter. Y después de seguirnos a los dos, piensen si tienen alguna historia fantástica que contarnos para el Blog y me cuentan vía correo electrónico, ¿les parece?
Y por si les interesa, les dejo las otras entradas que ha publicado Coke en éste, su Blog:
- Deportes y Banderas Bifrontes: Si voltea, apoya al rival
- Errores de Banderas: La Ignorancia hecha Tela
- Errores en banderas: Edición especial sobre deportes
- Una mirada al fallo de la Corte Internacional de Justicia sobre la frontera Chile – Perú
- Trifinia: Los lugares donde tres países se vuelven uno
Muchas gracias por volverse a pasar por aquí y nos vemos en una próxima oportunidad. Como siempre, ¡adiós pues!
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