A mí me duele el mundo… Me duele ver cómo las guerras, los bombardeos, las matanzas, los atentados y las explosiones se han vuelto el pan de cada día en nuestro planeta. Y aquí ustedes pueden o no estar de acuerdo conmigo, pero a mí me duele ver cómo la mayoría de los países más ricos del mundo (Estados Unidos, Francia, Reino Unido y demás) gastan más dinero bombardeando países de Asia, Medio Oriente y África que ayudándolos a erradicar la pobreza y el hambre. Yo creo firmemente que lograríamos mucho más ayudando que bombardeando. Creo que la inversión en salud, educación e infraestructura tiene un impacto mucho mayor (y sin duda más deseable) que la inversión en bombas y destrucción.
A mí me duele el mundo… Y sobre todo, me duele un mundo sin memoria. Y me duele porque si se nos olvida el pasado, podemos volver a cometer los mismos errores con unas consecuencias aún peores. Esta afirmación aplica para mi Colombia donde aún hay gente que se opone a la paz porque ésta implica perdonar un montón de crímenes que ocurrieron en el pasado olvidando que no hay nada más deseable que una sociedad donde la gente no se mate… incluso si eso implica empezar de nuevo, no olvidando pero sí perdonando para poder construir juntos. Y aplica también para la Europa de hoy… una Europa próspera donde la mayoría de sus ciudadanos no vivieron las desgracias de las grandes guerras que azotaron al continente durante los siglos anteriores. Una Europa que olvidó qué era tener que huir de su tierra para escapar de los bombardeos. Una Europa que envió millones de sus ciudadanos a Estados Unidos, México, Argentina, Venezuela, Chile, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica… Una Europa que invadió gran parte del mundo hasta hace tan sólo 60 años y que ahora no quiere extranjeros en su territorio. Vean al Reino Unido por estos días…
Pero ojo, no estoy justificando a los gobiernos de Afganistán, Siria o Iraq, mucho menos estoy afirmando que la solución es abrir la frontera para que todos entren a la Unión Europea. Eso sería insostenible. Lo que estoy diciendo es que tenemos que replantear la forma como lidiamos con gobiernos que atentan contra los Derechos Humanos así como tenemos que replantear la forma como lidiamos con la migración y los refugiados. Sin duda, hay necesidad de disminuir las bombas y aumentar la percepción del otro como ser humano. Más solidaridad y menos bombardeos. Así, sencillo.
Y justamente partiendo de los párrafos anteriores es que surge la entrada de hoy en el Blog de Banderas. La mezcla de los bombardeos de Occidente (del Occidente civilizado, o “el mundo libre” como les gusta llamarlo en Estados Unidos) a Afganistán, Iraq y Siria que producen cientos de miles de refugiados que huyen de sus tierras buscando un futuro mejor (o al menos uno donde una bomba no les vuele la cabeza mientras duermen) sumado a una Europa que cierra sus fronteras ante una catástrofe que directa o indirectamente ayudó a crear nos llevan hoy al norte de Grecia.
En la entrada de hoy, nuestro ya conocido Javier nos lleva a Idomeni, el campamento improvisado en la frontera entre Grecia y Macedonia donde unos 14.000 refugiados esperan poder ingresar a la Unión Europea. Javier visitó Idomeni hace unos meses y hoy nos envía su crónica que hizo junto con Marc y Aitor, dos españoles que lo acompañaron en su viaje y que trabajaron como voluntarios en el lugar. La entrada de hoy tiene mucho de catástrofe pero también tiene mucho de esperanza y de humanidad. Espero que con ella, nuestra percepción del “otro” cambie un poco y podamos ver el mundo a través de los ojos de otros seres humanos como ustedes y como yo que están pasando por una situación absolutamente aterradora. Entonces, sin más preámbulos, los dejo con Javier y su texto titulado:
El Campamento de Refugiados de Idomeni: El pozo negro de la conciencia europea
Existen muchas maneras de ayudar a la gente. Viajar abre puertas, abre mentes y abre mundos, y esto lo hemos comprobado todos los que alguna vez nos hemos aventurado, solos o acompañados, por rincones diversos del globo. Pero también abre conciencias. Ayudar a quien lo necesita es en el fondo un acto de auto ayuda, puesto que de una manera u otra, hay experiencias que marcan un antes y un después en la manera como ves el mundo, y eso te hace crecer. Ver gente rodeada de miseria que mantiene intactos sus sueños; palpar la camaradería que genera la desesperación y la impaciencia; aprender a conocer el valor relativo de las pequeñas cosas… todo esto debe ser aprendido para ser conscientes de en qué mundo estamos viviendo.
He estado en el campo de refugiados de Idomeni. He sido atacado por mosquitos, amenazado por la policía y abrazado por cooperantes. Me han sonreído sirios que apenas tenían para vivir, me han gritado por grabar con mi cámara y me han ofrecido ver la realidad desde otro punto de vista: el de una tienda de campaña desvencijada sobre el barro húmedo.
En Idomeni, las leyes parecen no regir, el tiempo no fluir y la dignidad de un pueblo llamado Europa, no existir. En Idomeni, ese agujero negro, ese muro de contención en los confines de Grecia y a las puertas de Macedonia, decenas de miles de personas se preguntan qué será de ellos cuando el sol salga de nuevo por entre las montañas.
Ésta es la crónica de mi viaje a Idomeni, y la entrevista a Aitor y a Marc, con quienes compartí algunas de las horas más tensas de nuestras vidas. Pasen y lean. Yo ayudaré a estos refugiados contando su historia e intentando que abramos los ojos a la realidad, que casi nunca es la que vivimos nosotros.
El vuelo Barcelona – Skopie es corto: apenas dos horas en una aerolínea de bajo coste, que es sinónimo de horarios intempestivos. Entre el pasaje, una mezcla de idiomas que no distingo, salvo la de dos chicos que casualmente se sientan delante de mí. Les oigo hablar de la historia de Grecia, de los Balcanes y de curiosidades geográficas, y, obviamente, comienzo a hablar con ellos. Marc y Aitor, de Barcelona y Bilbao respectivamente, volaban a Skopie como primera escala hacia su destino final: Idomeni.
Mi idea original era conocer la capital de Macedonia durante un par de días y después cruzar la frontera para visitar y conocer el campo de refugiados, y casualmente, la suya también, con la diferencia de que ellos se iban a quedar una semana en el campo. Yo había alquilado un coche para el día siguiente, y les ofrezco venir conmigo. Ellos no tenían medio de transporte, y de hecho, se preguntaban cómo demonios iban a llegar a Idomeni, así que nos intercambiamos los teléfonos y quedamos en llamarnos.
Aterrizamos en Skopie ya pasada la medianoche. Al salir de la terminal, me fumo un cigarro y espero a Marc y Aitor con la intención de compartir un taxi hasta el centro de la ciudad. El conductor apenas habla unas palabras en inglés. Damos las direcciones de nuestros respectivos hoteles, y se dirige por unos caminos de tierra hacia un descampado. Ciertamente, no es la perspectiva más tranquilizadora llegar a un diminuto país de los Balcanes y ser conducido en plena medianoche por pistas sin asfaltar en medio de la oscuridad. Pasan los minutos, y el camino no termina. Aitor, que se sienta a mi lado, me dirige una mirada de emergencia: dime que esto es normal. Me encojo de hombros y confío en que somos tres contra uno. Tras unos minutos eternos, dejamos el atajo y salimos a la autopista. El trayecto es interesante y ya estamos mucho más aliviados, con la Cruz del Milenio iluminada y los arrabales de Skopie desperdigados a ambos lados de la carretera.
Llegamos a nuestros respectivos hoteles y quedamos para el día siguiente. Hacemos turismo por el centro de la ciudad y el barrio otomano, que muy bien describió el Mapache en esta entrada, y después de un pequeño refrigerio, ponemos rumbo a la frontera con Grecia. Atravesamos verdes montañas por una carretera de suaves curvas y relativamente bien pavimentada. El paisaje balcánico, exuberante en plena primavera, parece querernos ofrecer su mejor estampa antes de la experiencia que vamos a vivir.
El GPS me marca 5 km hasta la frontera con Grecia. Aitor y Marc me hablan de una gasolinera que hay junto a ella en la que se hacinan los refugiados, en una especie de barriada del campo principal de Idomeni. No sabemos las distancias exactas hasta cada uno de los puntos que marcan nuestro objetivo, pero suponemos que nos arreglaremos bien. Y eso parece ocurrir. Llegamos al puesto fronterizo macedonio y la salida no supone ningún problema. Paramos en la tierra de nadie, donde una línea blanca que hace tiempo que no pintan marca la frontera exacta. Siguiendo la línea, observamos una doble verja con concertina que se extiende más allá de las colinas. Es intimidante, fiera, disuasoria. Unas colinas verdes con una franja marrón de varios metros de espesor donde nadie está autorizado a pisar. Un recordatorio de dónde acaba Europa. Una demostración palpable de que los tratados que determinan quién pertenece a dónde son muy reales.

Hito fronterizo entre Grecia y Macedonia

Frontera entre Grecia y Macedonia

Frontera entre Grecia y Macedonia

Frontera entre Grecia y Macedonia

Frontera entre Grecia y Macedonia

Frontera entre Grecia y Macedonia
Estamos a punto de pasar por el puesto fronterizo de entrada a Grecia, a la Unión Europea. Las respuestas las teníamos ensayadas: nos dirigimos a Tesalónica y somos tres amigos que están de vacaciones. Nos pregunta el funcionario si tenemos intención de ir a Idomeni. ¿A Idomeni? No, no. Tesalónica: beach, sun, history, art, girls!! Parece que se lo cree, y, como no puede ser de otra manera, nos deja pasar. Lo primero que me llama la atención es un gran cartel que dice “Welcome to Macedonia”. De todos es conocida la disputa que Grecia y la Antigua República Yugoslava de Macedonia mantuvieron a cuenta del nombre de esta última. Los griegos clamaban y siguen clamando que el nombre del país genera confusión con la región griega de Macedonia. Esto ha generado amargas controversias entre ambos países en las que ha sido necesaria la intervención de la ONU.
No tengo mucho tiempo de pensar en ello, pues enseguida vemos a nuestra izquierda una gasolinera… llena de gente. De gente harapienta, sucia y desaliñada. De niños jugando con una pelota al lado de los surtidores. Llena de casuchas de madera y chapa, insalubres y tristes. Efectúo un giro prohibido y entro a la gasolinera con la excusa de comprar tabaco. Aitor y Marc miran con curiosidad, e incluso intentamos grabar, pero una de las personas responsables del negocio nos avisa de que no podemos hacerlo. No es cuestión de preguntar por qué no, así que apago la cámara y subo al coche. Total, aún no habíamos llegado al campamento principal… aunque no nos imaginábamos que el entrante iba a ser de tal intensidad que casi se nos atraganta. Vuelvo a dirigirme hacia la frontera, pues a escasos metros aparecía una indicación en griego: Idomeni a la izquierda. Después de haber escuchado ese nombre tantas veces por televisión y de conocer que varios periodistas habían sido detenidos, tomo esa carretera en silencio. Mis compañeros contienen el aliento también.

Próximos al campamento de refugiados de Idomeni
Se trata de una carretera en buen estado que discurre paralela a la frontera con Macedonia y que atraviesa el río Vardar antes de girar a la derecha de nuevo para entrar en Idomeni. Justo antes del puente que salva el río, vemos un coche de la policía griega que nos hace señas de parar. La inquietud se apodera de nosotros, aunque habíamos ensayado la excusa: de camino a Tesalónica y después de haber hecho turismo por Macedonia, decidimos entrar en Idomeni cuando vemos el cartel del desvío. Exactamente eso me pregunta el primer policía: qué venimos a hacer aquí. Nervioso, le explico la historia, y con un “ah… ¿¿venís a curiosear??” nos manda bajar del coche. Ya no estamos inquietos, nuestro estado en de un nerviosismo importante.
Unos días antes, las noticias de la detención de varios periodistas y cooperantes sin causa aparente había sido parte de la conversación entre Aitor, Marc y yo. No circulaba ningún coche más por esa carretera, y por tanto, nuestra presencia podría parecer sospechosa. Yo intento racionalizar: sospechosa, ¿de qué? ¿qué pasa por conducir por esta carretera? No había ningún cartel que prohibiera la circulación. Sin embargo, el registro al que someten cada uno de nuestros enseres personales, maletas, papeles con regalos, etc. es brutal. Sacamos los pasaportes, los cogen y los revisan en el coche de policía que hay detrás. Desprovistos de ellos, me siento inseguro, indefenso. Marc y Aitor no parecen más tranquilos; a fin de cuentas, yo me he visto en situaciones muy incómodas en países mucho menos seguros, pero el tiempo comienza a pasar muy despacio y no parece que esto sea un control rutinario sin importancia.
En medio de este meollo, un grupo de refugiados aparece por la carretera, avanzando en masa. Son unos 20, andando con paso firme hacia el coche de policía que está en el carril contrario a nosotros, a unos 50 metros. Mientras nos chequean cada objeto que llevamos en el coche, escuchamos cómo un agente bajito, calvo y con pinta de preguntarse cada día por qué demonios eligió ser policía se dirige gritando a la horda de refugiados: you can’t be here!! Go!! You have no Passport!! No right to be here!!. La situación es extraña: nadie parece querer estar ahí, pero todos tenemos que estar, y por motivos bien diferentes. Es la encrucijada del mundo: unos quieren venir, otros se preguntan por qué no se habrán ido hace tiempo, y otros vienen a ver por qué vienen los que vienen.
Dan media vuelta después de un pequeño intercambio de opiniones. No les importa: quien ha perdido todo no tiene prisa. Nosotros, mientras tanto, con los nervios cada vez más a flor de piel, empezamos a temer que en cualquier momento pongan las manos en nuestras cabezas y nos introduzcan dentro del coche patrulla. Pero parece que la gran cantidad de souvenirs que acarreamos les convence de que efectivamente, somos unos inocentes turistas que se han desviado de sus vacaciones para echar un vistazo, y nos dejan pasar.
Con la mejor de sus sonrisas forzadas, nos dice que somos ciudadanos europeos y tenemos derecho a transitar por donde queramos. Nos devuelve los pasaportes y nos deja seguir. Bien, pero el susto en el cuerpo es palpable: ninguno de los tres tiene ganas de reír ni de hacer bromas.
Llegamos a Idomeni, al pueblo. Con una población de menos de 200 habitantes, la localidad no es más que una plaza central con unas pocas calles que salen de ella y desembocan en el campo. Nos cruzamos con los primeros refugiados, que vagan por la plaza, o esperan sentados en un banco, o van a beber agua a la fuente. Observo sus caras y no veo la más mínima expresión: me sorprende la entereza con la que sobrellevan su situación. No veo desesperación, ni esperanza, ni rabia. Un hombre de unos 60 años (quién sabe su edad, en realidad) me pide un cigarro. Le doy el paquete entero y con una sonrisa mellada, me lo agradece infinitamente, y se ofrece a hacernos de guía al campo.
Aparco el coche en el arcén de la carretera que sale del pueblo, detrás de una fila de vehículos, algunos con matrículas de otros países europeos, casi todos alquilados. La noche está cayendo ya, y nos invade una sensación de inseguridad y de cierto peligro de la que no logro escapar. Marc y Aitor no saben bien qué hacer: por un lado, es un poco precipitado ir a los campamentos ya, que se ven claramente a unos 100 metros de donde nos encontramos; por otro, puede ser una buena toma de contacto para iniciar la semana que van a pasar allí. Decenas de refugiados deambulan por nuestro lado, y el improvisado guía nos dice que no hay ningún peligro, absolutamente ninguno: podemos ir, ver, hablar, investigar cuanto queramos.
Tomamos una decisión salomónica: yo me quedaré guardando las cosas en el coche, y Marc y Aitor irán con nuestro guía al campo. Observo la situación: Macedonia está a 40 metros, pero es absolutamente inalcanzable. Nadie me mira, ni siquiera cuando grabo. Todos parecen aceptar su situación, sin estruendos, sin alboroto. Una pareja se acerca y veo encenderse los intermitentes del coche que tengo delante. Alemanes, 25 años, trabajan como voluntarios en el campo. Les registran prácticamente todos los días y sí, ellos también tuvieron miedo la primera vez que lo hicieron, pero “es que no te pueden hacer nada”. Sí, pero a unos compañeros periodistas les detuvieron, les digo. “Tuvieron mala suerte”.
Fumo y me impregno del ambiente: en interminables campos de tierra sin labrar, reblandecida de la lluvia, llena de barro y de mosquitos, se ven, como si fueran invernaderos, cientos, miles de tiendas de campaña blancas donde se hacinan los miles de refugiados que morirían por hacer esas tierras productivas. Que buscan un futuro que se les niega sin que ellos hayan podido ni puedan elegir. Campos de tierra yerma cercenada por una valla ignominiosa tan impermeable como las conciencias de quienes permiten esta barbaridad.
(Todas las fotos a continuación son cortesía de Marc, Aitor y los demás voluntarios a través de su grupo de Facebook Brigada a Eko-Idomeni)

Frontera entre Grecia y Macedonia

Periodistas en la Frontera entre Grecia y Macedonia

Refugiados sobre las vías del ferrocarril en Idomeni

Refugiados en Idomeni

Refugiados en Idomeni

Campamento de Idomeni después de las lluvias

Campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Baños en el campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Ayuda humanitaria en el campamento de refugiados de Idomeni

Actividades para los niños en el campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Campamento de refugiados de Idomeni

Actividades para los niños en el campamento de refugiados de Idomeni

Actividades para los niños en el campamento de refugiados de Idomeni

Actividades para los niños en el campamento de refugiados de Idomeni

Actividades para los niños en el campamento de refugiados de Idomeni

Actividades para los niños en el campamento de refugiados de Idomeni

Frontera entre Grecia y Macedonia
Cuando ya había caído la noche, escucho las voces de Marc y Aitor hablando en inglés. Volvían con una chica de unos 20 años con un marcado acento estadounidense. Es Rosaly, de Vermont (Estados Unidos), y lleva 2 semanas ayudando en el campo. Estaba en Grecia en un intercambio de estudiantes, y decidió que no podía soportar o permitir con inacción la desgracia que estaba ocurriendo en Idomeni.
Nos cuenta que el sentimiento que más percibe en el campo es el de esperanza: cada día le preguntan cuáles son las noticias, cuándo van a abrir la valla y dejarles pasar. No entienden por qué no la abren, pero siempre le formulan las mismas preguntas que ella siempre contesta de igual manera: “no lo sabemos todavía”. Es ese todavía el que les hace aferrarse a la esperanza.
Me ofrezco a llevarla a Polikastro, base de operaciones y centro logístico de los cooperantes. Allí, en un hostal que jamás pensó que se convertiría en semejante torre de babel solidaria, se juntan cada noche los cooperantes y comparten experiencias. Varios carteles explican qué hacer si la policía nos para, cómo actuar en caso de que nos rocíen con gas lacrimógeno o cuáles son los teléfonos de emergencia.

Mensaje de Bienvenida a Idomeni

Información sobre qué hacer si son atacados con gases lacrimógenos

Marc, Javier y Aitor en Idomeni
Se escuchan todos los idiomas: griego, alemán, inglés, español… y el espíritu de camaradería es inmenso. Una micro Europa solidaria encarnada en un grupo pintoresco de más de 100 personas que, después de una intensa y extenuante jornada, disfrutan de unas cervezas y unos dulces en una noche primaveral cualquiera.
Me despido. Tengo que volver a Macedonia. Cruzo la frontera después de un interrogatorio que ya esperaba y de una revisión exhaustiva del vehículo que no esperaba.
Miro la valla por última vez y enfilo hacia Skopie. La valla que a mí se me permite cruzar con relativa facilidad y que otros que lo desean con mucha más fuerza que yo y que han dejado todo por cruzarla no pueden hacerlo. Y me invaden sentimientos encontrados: el del privilegio de haber nacido en un país en paz, en un continente rico y próspero; el de remordimiento por continuar mis vacaciones y no quedarme allí; el de admiración de aquellos que invierten días, semanas y meses de sus vidas para ayudar a los que no tienen nada… y el sentimiento de que esto tengo que contarlo, pues esta será mi contribución a la causa.

Saliendo de Idomeni
Esta crónica está dedicada a Marc y a Aitor y a quienes ellos simbolizan: gente anónima que sin esperar nada a cambio, arriesga su salud y su seguridad porque ayudando a otros se sienten mejor. Y también está dedicada a esos niños que jugaban al fútbol en una gasolinera a cientos, miles de kilómetros de sus casas, ajenos, o no tanto, a la situación en la que la indecencia humana les ha llevado. Y, por supuesto, a estos refugiados, que con fe y esperanza contenidas, sufren las consecuencias de la ineptitud de los burócratas europeos por un lado, y de la barbarie extremista por el otro. Gente toda ella fuerte, valiente y con valores. Gente que saldrá adelante, seguro, pues no es este un mundo para derrotistas. Mi eterna gratitud a todos ellos, pues ahora soy mejor persona.
Entrevista a Marc y Aitor
¿Qué ha sido lo que más os ha impresionado de vuestra visita?
MARC: Me impresionaron muchas cosas. Nunca había tenido experiencia con crisis humanitarias (o de humanidad como dice una compañera), y aunque había visto muchas imágenes anteriormente, la situación allí me dejó alucinado los dos primeros días. El primer día que llegamos, me estuve un buen rato simplemente andando por el campo de refugiados de Eko (que se encuentra en una gasolinera) simplemente intentando asimilar el lugar dónde me encontraría durante una semana. Al principio no podía sacarme de la cabeza que esas personas a mi alrededor, los niños con los que jugaba, la gente con quien hablábamos, huían de una guerra y habían pasado por todas esas calamidades que salían en televisión. Al cabo de un rato, te olvidabas de eso, porque la mayor parte del rato era todo muy intenso, los niños requieren mucha atención, todo el rato quieren jugar contigo. Pero después, hablando con chicos de nuestra edad que conocimos, me quedaba helado al escuchar sus historias, todo lo que habían tenido que pasar atravesando Turquía, las condiciones con las que habían vivido… Hubo un día en el que hizo un viento fortísimo, y muchas tiendas quedaron destrozadas. Entonces les preguntamos a esos chicos cómo estaban sus tiendas y nos dijeron que se habían roto y dormirían en el suelo. Cuando les dije que vinieran a dormir al edificio abandonado donde nos alojábamos, rieron y nos dijeron que dormir una noche en el suelo no era nada comparado con lo que habían pasado en Turquía.
AITOR: La inacción de las autoridades griegas (y por extensión, de la de la Unión Europea), ante la mayor de crisis de refugiados en continente europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Pero, sobre todo, me pareció que el papel de ACNUR tanto en Eko como en Idomeni brillaba por su ausencia, ya que no asistían a las personas refugiadas de ninguna manera, más que para intentar convencerles para desplazarles de campos gestionados por voluntariado independiente y organizaciones a los gestionados por el ejército y la policía, donde su libertad de movimiento se veía coartada en más de una ocasión.
Al margen de ello, la entereza de las personas refugiadas. Cada uno tiene su historia, sus penurias para poder llegar al continente que, en teoría, les iba a acoger y ayudar a escapar de la guerra; y pese a todo ello, a la situación en la que se encuentran, no han perdido la sonrisa ni la hospitalidad. La lección de dignidad que nos han proporcionado ha sido impresionante.
¿Habéis tenido algún problema con la policía?
MARC: Yo personalmente no, más allá de algunos chequeos que hacían para entrar en Idomeni. Pero algunos de nuestros compañeros sí tuvieron problemas más serios. De hecho cinco de ellos fueron detenidos acusados de haber participado en el intento de cruzar la frontera con Macedonia e incluso de algo tan surrealista “haber puesto en peligro la democracia griega y las relaciones entre Grecia y FYROM”. En realidad las autoridades griegas lo que querían era asustar a los voluntarios, echarlos de Idomeni para poder desmantelarlo por la fuerza, como han acabado haciendo.
AITOR: Ninguna destacable a nivel personal, más que la del primer día a la hora de acceder a Idomeni donde nos realizaron una inspección de todas las pertenencias. Pero como bien dice Marc, algunos de nuestros compañeros sí que sufrieron detenciones y otro tipo de problemas.
¿Cómo ha sido el trato con los compañeros en Polikastro?
MARC: Durante la semana que estuve el trato con los compañeros fue genial. Conocimos a muchísimos voluntarios de un montón de países distintos, sobre todo europeos. La gente está allí por cuestiones éticas, todo el mundo iba de muy buen rollo, cabreado e indignado con la situación en general, pero se respiraba un ambiente muy sano. En el caso de nuestra brigada, además, fuimos mucha gente dependiendo de nuestra disponibilidad, con lo que al llegar ya había compañeros que llevaban días o semanas y por lo tanto era fácil habituarse al día a día. Y lo mismo cuando llegaron nuevos, nosotros les ayudamos a integrarse en esa situación, aunque tampoco era muy difícil porque los refugiados agradecían mucho la presencia de voluntarios allí y te hacían sentir muy cómodo, pese a la precariedad general.
AITOR: Muy bueno. En el caso de nuestra brigada, éramos (y somos) una piña, nos ayudábamos y nos dábamos ánimos en los momentos difíciles. También hemos conocido a muchos otros voluntarios de diferentes lugares, todos compartiendo unas ideas comunes y una motivación social, política y ética que nos movió para estar allí. En ese sentido fue una experiencia muy enriquecedora.
¿Cómo os comunicabais con los refugiados?
MARC: Depende, había varias formas. La mayoría de niños no hablaban inglés, ni nosotros árabe o kurdo, con lo que había un problema evidente de comunicación con ellos. Aún así, las pocas palabras que ellos sabían de inglés y las que aprendimos en árabe fueron más que suficientes para hacer todo tipo de actividades con ellos y jugar incansablemente durante horas. No dejan de ser niños que no necesitan más que un balón, unos chancos o papel y colores para pasarlo bien y evadirse de esa cruda realidad.
Respecto a los jóvenes, había algunos que no sabían nada de inglés, y otros que lo hablaban muy bien. Había una gran diversidad de personas, árabes, kurdos, afganos, gente del mundo rural, urbano, académicos, campesinos, de todas las edades… Entre ellos se ayudaban a la hora de comunicarse con nosotros, con algunos incluso hicimos algunas clases exprés de inglés, árabe o incluso castellano y catalán. Con la gente más mayor no hablamos tanto, en la mayoría de casos no hablaban inglés. Pero había refugiados que traducían cuando teníamos que organizar un reparto de material o por lo que fuera necesario.
AITOR: Muchos de los jóvenes-adultos hablaban inglés, y podíamos comunicarnos sin problemas. Con los niños y personas mayores, descubrimos que, a pesar de la barrera lingüística, existen otras muchas formas de comunicarse y de expresar sentimientos. Además, en mi caso me estuvieron enseñando algo de árabe y kurdo, por lo que se hizo más fácil la comunicación en ese sentido.
¿Cómo contactasteis para llegar allí? ¿Y para quedaros?
MARC: Todo esto surgió porque una amiga contactó con personas que se encontraban en Idomeni a principios de marzo, cuando Macedonia cerró definitivamente la frontera y además coincidió con unas lluvias torrenciales que provocaron que el campo se llenara de barro y charcos. En ese momento la situación era alarmante, la mayoría de voluntarios en Grecia se encontraban en las islas, y se hizo una llamada internacional a todo el mundo que pudiera ir a echar una mano. Cuando mi amiga me informó de eso, no dudé ni un segundo en aceptar, llevaba ya muchos meses muy indignado por la forma cómo Europa estaba tratando a personas que simplemente intentan sobrevivir de una guerra. Fue sobre todo la indignación y la frustración de ver que los gobiernos no hacían absolutamente nada lo que me llevó a viajar allí y a extender la información a más gente. Muy pronto hicimos una página en Facebook, un correo de Gmail, preparamos cajas de recogida de financiación y empezamos a hacer difusión de esta movida. En seguida nos contactó un montón de gente de toda Cataluña e incluso de Valencia o hasta Chicago para ir con nosotros. Algunos se fueron la misma semana, otros fuimos más tarde, algunos se irán en las próximas semanas. Hemos conseguido crear una estructura en el campo de Eko (que es más pequeño que el de Idomeni y por lo tanto más eficiente para trabajar), donde cada tarde se hacen actividades con niños, se compra material necesario, se reparte, se colabora con los refugiados en la cocina, etc. Pero tampoco queríamos caer en el asistencialismo. Queríamos ir mucho más allá, con lo que también hemos estado denunciando la situación con la que nos hemos encontrado (como la criminalización de los voluntarios independientes o la complicidad de ACNUR con el gobierno griego a la hora de llevar los refugiados a campos militares, entre otros). Una vez aquí, hemos participado y organizado diversas concentraciones e incluso una acampada delante de la sede de la Comisión Europea en Barcelona. Desde aquí seguimos presionando a las instituciones para que se pongan las pilas en el cumplimiento de los derechos humanos, y porque dejen de vender armas financiar a regímenes o grupos terroristas que están provocando estas guerras. Porque en el fondo lo que queremos no es ayudar a los refugiados, sino que no haya refugiados nunca más.
AITOR: Gracias a Marc, a principios de abril entré en contacto con la Brigada que acababan de formar él y otros compañeros catalanes. Algunos ya estaban en los campos de Idomeni y Eko, y nos informaron de la situación, así que decidí ir, ya que soy estudiante y todavía no tenía trabajo estable. Todo el tema de la llegada y el alojamiento nos informaron las compañeras y compañeros que ya estaban allí.
¿Qué hacíais para divertiros o desestresaros?
MARC: La verdad es que no había muchas distracciones fuera del campo más allá de comer y charlar con los compañeros y otros voluntarios, lo que ya era suficiente, por cierto. De todos modos el trabajo en el campo era bastante relajado la mayor parte del tiempo. Cada uno aportaba lo que podía. Había muchas actividades que hacer con los niños pero también teníamos que gastar el dinero recogido en material que necesitaran en el campo, como por ejemplo jabón, palanganas, repelente de mosquito o material infantil. Había gente que se centraba más en la construcción de las instalaciones para el colegio, en temas de asilo y derechos humanos, en cuestiones logísticas como el alquiler del coche o la comunicación con Barcelona, etc. Con lo que no era una labor agotadora la mayor parte del tiempo. De hecho charlando con los refugiados o jugando con los niños uno ya se distraía y aprendía mucho.
AITOR: Solíamos ir al pueblo más cercano de esa zona, Polykastro, a cenar o a tomar algo, para contarnos las experiencias del día, o organizarnos para actividades futuras. Además, tuve buenos momentos, como en una ocasión tomando té con algunos chicos de mi edad, y contándonos cosas típicas de nuestras respectivas culturas. De todas formas, teníamos claro que no estábamos allí de vacaciones o por diversión, así que intentamos aprovechar al máximo el tiempo allí para poder mejorar, en la medida de nuestras posibilidades, la situación de estas personas, a las cuales les ha tocado de primera mano una guerra que ellos no provocaron, y que ahora sufren sus consecuencias.
A Javier, alias Sherlock, lo pueden encontrar en tuíter en @DuqueDeOlivares. Además, pueden leer sus otras entradas en el Blog de Banderas a continuación:
- Moldavia: resignada, desconocida, enigmáticamente triste y desarraigada
- Tristán de Acuña: Llegar es muy difícil, quedarte es imposible
- Un viaje al fin del mundo: Nordkapp, Noruega
- Algunos territorios desconocidos de España en el Mediterráneo
- Un viaje a un país que no existe: La República Turca del Norte de Chipre
Y hasta aquí llegamos por hoy. Espero que este corto pero sustancioso viaje a la frontera entre Grecia y Macedonia los haya puesto en los zapatos de todas aquellas personas que salen a diario en las noticias y que para nosotros no son más que un número o una estadística. Espero, de verdad, que hayamos podido rehumanizarlas mientras atraviesan por las penurias que conlleva la migración forzada.
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Nos vemos en una próxima oportunidad.
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