Hoy hago una pausa en la celebración de los 4 años del Blog de Banderas – ojo, la celebración no se ha terminado – para compartir con ustedes una entrada que me envía el más disfuncional y pornográfico – y gran amigo, por demás – seguidor de este blog: Javier, alias Sherlock (@DuqueDeOlivares en tuíter). Javier es un viejo conocido por estas tierras… Él ya nos envió entradas sobre Tristán de Acuña, Nordkaap en Noruega, algunos territorios desconocidos de España en el Mediterráneo y la República Turca del Norte de Chipre. Es, sin duda, un viajero consumado.
A Javier lo conocí hace un par de años en Lérida, España e hicimos un viaje juntos con unas amigas a Andorra – y pueden leer esa historia en esta entrada – y, después de varios años de amistad, decidimos que era hora de hacer un viaje juntos. ¿A dónde? ¡Pues a Transnistria! ¿A dónde más? Todo estaba organizado. Éramos 4… 3 colombianos y un español – Javier -, recorreríamos Rumania, Bulgaria, Moldavia y después entraríamos en esa tierra de nadie llamada Transnistria. ¿Qué podía salir mal? Nada, ¿cierto?
¡Pues no! Nosotros queríamos ir a Moldavia pero el gobierno de Moldavia claramente NO quería que nosotros fuéramos. Resulta que para sacar la visa de Moldavia – que se puede hacer por internet – se debe cumplir uno de 2 prerrequisitos: 1. Tener una visa Schengen vigente ó 2. Tener una carta de invitación expedida por la Oficina de Migración y Asilo de la República de Moldavia. ¡Y aquí viene el problema! Resulta que a los colombianos ya no nos piden visa Schengen desde diciembre del año pasado. Por más de que preguntamos en cuanta embajada europea existía, no podíamos solicitar una visa de turismo porque ya no la necesitamos… La primera opción estaba descartada. Pasamos a la segunda opción: la carta de invitación *Insertar un suspiro de frustración extrema aquí*. Duramos 4 meses tratando de conseguir la puta carta de invitación sin éxito. Ninguna agencia de viajes en Moldavia contestó, ningún guía turístico contestó… nadie. Incluso, luego de contactar a los miembros de una organización de la que hace parte mi tía, nos dijeron: Mire, deje así que primero se derriten el Ártico y la Antártida antes de que la oficina de migración le expida esa invitación. Y es que para conseguir la carta, es necesario que un ciudadano moldavo la solicite y entre los requisitos piden hasta un certificado de buena salud. Mejor dicho, ¡fue imposible! Conclusión: es fantástico que ya Europa no nos pida visa pero en este caso, para ir a Moldavia, fue lo peor que nos pudo pasar. Así las cosas, el buen Javier – siendo español y no necesitando visa -, tuvo que ir a Moldavia solo en calidad de corresponsal del Blog de Banderas mientras mis amigas y yo nos fuimos a recorrer el resto de Rumania, Hungría y Serbia. Grandes frustraciones señores, grandes frustraciones.
En cualquier caso, yo sabía que a pesar de la diarrea mental extrema que tiene Javier, el resultado de su viaje a Moldavia sería fantástico para el Blog de Banderas… Y estaba en lo correcto. La entrada que leerán a continuación es absolutamente fantástica y plasma lo que sintió el buen Javier mientras exploraba no sólo las llanuras y colinas del país sino también las entrepiernas de sus habitantes. Entonces, sin más preámbulos, los dejo con Javier y su entrada titulada: Moldavia: resignada, desconocida, enigmáticamente triste y desarraigada
PD: Las opiniones aquí expresadas pertenecen únicamente a Javier y no comprometen al buen mapache, dueño de este Blog :P
Moldavia: resignada, desconocida, enigmáticamente triste y desarraigada
La ciencia llama “serendipia” a aquel acto de fortuna por el que se descubre por casualidad algo beneficioso que no se pretendía, generalmente mientras se trataba de buscar cualquier otra cosa.
Todos hemos tenido casos de serendipia a lo largo de nuestras vidas, y podría dar decenas de ejemplos, cada uno con un valor especial. Pero en el caso de un explorador como quien escribe, hay ciertos casos en los que hay un valor añadido aún más especial, que convierte la experiencia en algo imborrable y que se acopla en tu interior cambiándote para siempre.
Yo iba buscando emociones fuertes en Transnistria, ese agujero negro soviético en el corazón de Europa… pero acabé enamorándome de la suave tranquilidad y la gente de Moldavia. Esta es la crónica de mi viaje por la desangrada y corrupta Moldavia; resignada, desconocida, enigmáticamente triste y desarraigada en su historia. Un país que me conmovió. Mi última y más agridulce serendipia.
Había recorrido ya Macedonia en soledad, y me había unido al regidor y hacedor de este blog en Sofía, la capital de Bulgaria. El reencuentro después de 1 año y 3 meses sin vernos fue de auténtica estrella de cine: bajé del taxi y ahí estaba él, en lo alto de las escaleras de un hotel de los de alfombra roja e intensos focos. Nos fundimos en un abrazo, saludo a las dos compañeras de viaje que traía, y comienza la aventura por tierras búlgaras y rumanas. Diez días de caminatas, madrugones, cafés (sí, muchos cafés; muchísimos cafés), risas (más incluso que cafés), fotografías, vídeos, museos, iglesias y kilómetros en coche. Sofía, Burgas, Varna, Constanța, Bucarest, Brașov y Sighișoara vieron pasar y sufrieron a 4 hispanohablantes que no dejaron títere con cabeza. Pero eso es historia para otro capítulo, o capítulo de otra historia.
Fue en Sighișoara, en plena Transilvania, donde se separaron nuestros caminos. Por cuestiones burocráticas del ministerio de exteriores moldavo, los colombianos no pueden aplicar al visado de este país, por lo que el viaje a Moldavia y Transnistria lo abordé yo solo.
La despedida fue a las 9 de la mañana. Ellos cogieron su coche y marcharon hacia el norte de Rumania para recorrer después Hungría y Serbia. Yo me quedé durmiendo un poco más, hasta que puse rumbo a mi destino: Moldavia. No obstante, decidí recrearme en las serpenteantes carreteras que atraviesan los Cárpatos, que crean impresionantes gargantas, desfiladeros y miradores antes de llegar a la ciudad donde pasé la noche: Iași. Una ciudad vibrante, universitaria, elegante y animada en la que disfruté de una cena típicamente rumana mientras veía un partido del Atlético de Madrid que echaban en televisión, y al que animaban los rumanos sin ningún pudor en su partido frente al Bayern de Múnich.
Desperté al día siguiente, jueves. El sol brillaba con fuerza y el cielo estaba azul. Hay dos rutas para llegar a Chisináu desde Iasi. Una se adentra enseguida en Moldavia por Sculeni, y la otra circula paralela al río Prut, que sirve de frontera entre los dos países, hasta llegar a Albita. El dueño del hotel donde dormí me recomendó esta segunda opción, así que seguí sus indicaciones y puse rumbo a Chisinau, de la que me separaban 2 horas y media. La carretera es mala, pero las había visto peores. Lo que llama la atención es la cantidad de carros tirados por caballos y mulos que se ven en los arcenes, agricultores con escasísimos medios que trabajan de sol a sol, con las caras arrugadas y los brazos cansados de cargar paja y hierbas. Literalmente, hay que sortearlos en curvas y poblaciones: niños, mujeres y ancianos por igual que aran estas tierras fronterizas.
La carretera se aproxima al río Prut e intento tocar sus aguas, pero una valla advierte de que me encuentro en una zona fronteriza y no debo traspasarla, por lo que me meto en el coche y sigo mi camino hasta el puesto fronterizo. Ningún problema en el lado rumano, salvo las docenas de camiones con el motor parado que aguardan a ser registrados. Paso la tierra de nadie que forma el puente, con vallas metálicas a los lados, y llego a la orilla moldava. Y comienza la aventura burocrática.

Carro cerca de la frontera entre Rumania y Moldavia

Cerca de la frontera entre Rumania y Moldavia

Orilla derecha del Río Prut en la frontera entre Rumania y Moldavia

Orilla derecha del Río Prut en la frontera entre Rumania y Moldavia

Río Prut: Aquí rumania, allá Moldavia

Nada más cruzar la frontera
Nadie me para hasta que llego a un control, y un oficial me dice la única palabra que sabe en inglés: “Back”. “No president”. Lo que quería decir es que me había metido por el carril reservado a diplomáticos. Él no lo era tampoco, que digamos. Doy media vuelta y me indican que debo pasar por otro carril. Un oficial me pide el pasaporte. Otro me revisa el coche. Una vez me han puesto el sello, debo pasar por otro control donde me revisan una vez más. Siguiendo sus indicaciones, paro el coche unos metros más adelante, y me dirijo a una caseta donde debo pagar la “rovinieta”, o impuesto para poder utilizar las carreteras. Le pago en lei rumanos, y me cobra lo que quiere, puesto que me coge los billetes que le pongo encima de la mesa. Todos. Y nunca sabré cuánto había. Una vez me entregan el papel, debo ir a otra ventanilla donde otro oficial me lo sella. Y entonces, sí, vuelvo a pasar por el control del principio donde el diplomático oficial me deja pasar. Un proceso muy intuitivo.
Sensiblemente más barata que en Rumania, la gasolina moldava está aún así a unos precios inasumibles. Unos 16 lei moldavos por litro, al cambio 0,80€. Teniendo en cuenta que en España, con un nivel de renta per cápita entre 10 y 15 veces superior que el de Moldavia según el indicador que usemos, el precio es de 1,15€ por litro, comprendo por qué los coches que veo tienen una media de 20 años.
La conducción es agradable: apenas hay tráfico y la carretera serpentea por colinas de un exuberante color verde, con largas rectas y un firme aceptable. Son unos 100 km desde la frontera hasta mi hotel y los devoro en menos de 1 hora. Paro a la entrada de Chisinau y saco una foto del cartel: estoy entrando en la capital menos visitada, la menos conocida de Europa. Es hora de explorar la capital de este enigmático país: en parte ruso, en parte rumano, en parte búlgaro con raíces otomanas. Las región autónoma de Gagauzia está poblada por descendientes de turcos convertidos al cristianismo que se asentaron en Bulgaria y con ese idioma, se mudaron a lo que hoy es el sur de Moldavia. Transnistria es una república socialista, independiente de facto de Moldavia, que cuenta con el apoyo de Rusia y su ejército para mantener su statu quo. El resto del país es una mezcla difícil de identificar, en la que ni siquiera los propios moldavos se sienten cómodos cuando se les pregunta qué son.
Me subo al coche de nuevo. He conducido por innumerables ciudades en decenas de países, pero Chisinau impone. Las enormes rotondas, donde no hay ningún carril pintado, son auténticas junglas por las que en cualquier momento te pueden aparecer coches de cualquier parte. Es un sálvese quien pueda, una ley del más rápido de la que solo con pericia y experiencia pude escapar sano y salvo. Casi me paso la entrada al hotel, al que se accede por una calle sin pavimentar y con enormes baches y charcos que no hacían honor al 9.2 que ostenta en Booking. Pero lo merece. Aparte de un coche con matrícula ucraniana, el estacionamiento está vacío. Elijo plaza, subo las escaleras, hago el check-in y subo a mi habitación. Cojo lo imprescindible (pasaporte, móvil, tarjeta y cámara de vídeo) y salgo a explorar Chisinau.
Antes, entablo conversación con Natalia, la recepcionista. Su turno es de 24 horas seguidas con un descanso de 2 días. Con 29 años, no se ha casado ni tiene hijos, lo cual es raro en este país, donde la edad normal para contraer matrimonio son los 20, 21 ó 22 años. La sociedad tiende a mirar raro a las personas que con esa edad no se han casado. Sin hablar de la intolerancia que profesan a los homosexuales, una comunidad que me informa que está muy mal vista en Moldavia.
Lo primero que hay que hacer y que hago es sacar efectivo de un cajero. Localizo uno cerca del hotel y me escupe los billetes más horribles que he visto jamás.

Billete moldavo
Me dirijo al centro, a la avenida principal: el Bulevar de Esteban el Grande y Santo. Este príncipe es uno de los héroes históricos de Moldavia, que resistió en el siglo XV las embestidas de otomanos y húngaros y salió victorioso de prácticamente todas las batallas en las que participó.
Aparco donde puedo y atravieso un parque muy bien cuidado. Pasan dos chicas preciosas, jóvenes, alegres a las que pido una foto en el arco del triunfo que adorna y flanquea el parque. Apenas hablan inglés, pero les divierte ver a un turista. Esa es la primera sensación que tengo en Chisinau: la de ser el único extranjero. La sensación es exactamente la que busco, pues, quien siga mis relatos lo sabe, rehúyo los lugares concurridos, los turistas y las masas. Doy un paseo por el parque, donde la gente conversa, espera a sus conocidos y los niños juegan. Un día normal de semana santa en Chisinau. Desde los altavoces de la catedral de la natividad, que se sitúa en el centro del parque y frente al arco del triunfo, se escuchan las oraciones de los sacerdotes ortodoxos. Construida en estilo neoclásico en 1830, fue transformada durante la época soviética en un centro de exhibiciones, puesto que el culto estaba prohibido. Un camino comunica la catedral con el arco del triunfo, erigido en 1840 para conmemorar la victoria del imperio ruso sobre el otomano, que se inició después de que Grecia proclamara su independencia. Imperios que se disputan esta tierra de transición, la desdicha de estar en el lugar equivocado.

Bandera en el Arco del Triunfo

Plaza central de Chisináu

Arco del Triunfo de Chisináu
La temperatura es muy agradable, la ciudad está viva, está limpia, está radiante. Pero… ¿cómo es? ¿cómo está su gente?
El día anterior había conocido por internet y comenzado a hablar con una chica moldava que, además de rumano y ruso (el primero oficial, el segundo de uso muy extendido en el país), hablaba perfectamente alemán e inglés y se defendía en español. No lo practicaba desde los 18 años, así que aprovechó nuestra cita para hablarlo durante un rato. Quedamos a las 18 h en el arco del triunfo, y alargamos la charla hasta las 0:30 de la madrugada.
Rosa tiene un buen trabajo que le permite viajar y conocer mundo, pero las primeras palabras que dedicó a su país fueron proféticas: “Moldavia es pequeño y pobre, pero precioso”. Me cuenta, y luego lo corroboré con cifras, que el país ha experimentado una pérdida alarmante de población en las últimas 2 décadas. En torno a 1 millón de personas en un país de menos de 4,5 millones. La gente del campo emigra a Chisináu y los habitantes de la capital emigran a Canadá preferentemente. Me viene a la cabeza la cantidad de bufetes de traducción jurada que había visto en mi paseo por el centro.
Se trata de una sociedad donde el sueldo medio es de unos 250€, mientras que alquilar una habitación cuesta entre 200 y 250€. ¿Y cómo vivís? Compartiendo. Compartiendo habitación, incluso.
La fuga de cerebros ha sido masiva. La gente mejor preparada ha dejado el país completamente desolado, sin futuro y con un gobierno corrupto e incompetente. Un país que destina un presupuesto en educación como muy pocos, deja que personas con un mínimo de 3 idiomas fluidos, espíritu emprendedor y carreras universitarias dejen su tierra para acabar trabajando en oficios que no requieren ninguna de estas características.
Sus ojos reflejan tristeza cuando me cuenta esto. Su idioma materno es el rumano, y odia lo ruso. Tengo el primer contacto con la realidad lingüística y cultural del país. Lo rumano y lo ruso. Ella vivió en Transnistria. Su padre, oficial de policía, luchó en la guerra que provocó la independencia de facto del país. Habla con amargura de aquella época, en la que los niños la apartaban y la repudiaban porque ella no quería hablar ruso, y cuando lo hablaba, lo hacía con acento rumano. Habla con dureza de cómo la trataban y cómo se reían de ella, y entonces le digo que la guía que he contratado para que me enseñe Chisinau mañana es rusoparlante. Se indigna, pero reconduzco la situación invitándola a cenar y dejando que me sugiera algún vino moldavo.
La bodega de Mileștii Mici, a tan sólo 20 km de la capital de Moldavia, es la más grande del mundo. Alberga más de 2 millones de botellas y junto con otras bodegas como Cricova, logran que Moldavia sea uno de los mayores exportadores de vino del mundo. Y realmente, el vino es una cultura en Moldavia y uno de los pocos motivos por los que, a su manera, están orgullosos de su país.
Vuelvo al hotel después de una magnífica cena, una primera impresión de la sociedad moldava y 2 copas de vino más de las que mi cabeza realmente acepta. La cena para dos, buen vino incluido, cuesta 17€. El taxi, 1 €.

Cena típica moldava

Vino moldavo

Plaza con la Catedral de la Natividad de noche
Debía despertarme a las 8 h, pues una hora después, mi guía estaba en recepción esperándome. Trabajadora del aeropuerto de Chisináu, nieta de rusos, Ana conoce también muy bien la historia del país. Me lleva a desayunar a un restaurante regentado por rusófonos que apenas hablan inglés y hablamos de la corrupción del país. Me cuenta cómo su madre sufrió una herida en la mano y la llevaron al hospital. La tuvieron esperando varias horas, y la herida se estaba poniendo fea, y el dolor iba en aumento. Cuando lleva esperando más de 6 horas, decidió que no podía más e hizo lo que quería evitar, pero que resultó siendo inevitable: pagó al médico para que la atendiera, y lo hizo inmediatamente. En la sanidad, como en tantos otros casos (que yo mismo sufrí), el dinero agiliza las cosas. Incluso evita la muerte.
Paseamos por Chisináu, y entro en la catedral. Llama la atención a alguien acostumbrado a las iglesias católicas la planta de las iglesias ortodoxas: mucho más cortas y simétricas, con imágenes en lugar de figuras y con torres y formas redondeadas. Paseamos por un sendero del parque, flanqueado por bustos de distinguidos escritores moldavos. Tras un pequeño estanque, una estatua de Alexánder Pushkin, uno de los más grandes poetas en lengua rusa, que se exilió en Moldavia durante 3 años y que se enamoró de este país.

Teatro nacional en Chisináu

Edificio en Chisináu

Acampada en favor del acercamiento con la Unión Europea

Parque en las inmediaciones del centro de Chisináu

Busto de escritor moldavo

Fuente en el centro de Chisináu

Monumento a Alexánder Pushkin

Monumento a Esteban el Grande

Bulevar de Esteban el Grande

Catedral de la Natividad

Catedral de la Natividad

Catedral de la Natividad

Catedral de la Natividad

Catedral de la Natividad

Arco del Triunfo y ajedrez gigante en Chisináu
Veo el edificio del parlamento, el teatro nacional, las grandes avenidas, el mercado al aire libre y la sede de distintos ministerios. Paramos en uno de los tres McDonald’s de la ciudad y tomamos un refresco mientras hablamos de la excursión del día siguiente a Transnistria. Un transeúnte nos escucha, y al percatarse de que no soy moldavo, me deja encima de la mesa una ficha con una cara. Una ficha de plástico. Sorprendido, le miro y me dice unas palabras en ruso. Natalia traduce: “es un rublo transnistrio”.
Había oído hablar de las “monedas” transnistrias de edición limitada que ha introducido el gobierno de ese país, pero tenerla en mis manos era algo que no esperaba hacer hasta entrar allí. No sólo eso: visto mi entusiasmo, me dio otra moneda, esta vez de 3 rublos. Le ofrezco dinero por ellas, en muestra de agradecimiento, pero no lo quiere. Su orgullo transnistrio, que pude comprobar al día siguiente, hace que incluso le ofenda mi ofrecimiento.

Moneda de rublo transnistrio
Y es que en esto difiere, también, Transnistria y Moldavia. Estos últimos son un país pobre, que asume que es pobre; que se resigna a ser y seguir siendo pobre y en el que cada uno hace lo posible por salir adelante. En otra entrada hablaré de Transnistria y su orgullo.
Vemos un cambio de guardia en el monumento a los caídos en las guerras. Dos soldados impertérritos que se mantienen en la misma postura durante una hora son relevados justo cuando llegamos nosotros. El espectáculo es tan solemne como decadente: nadie observa, nadie presta atención a su marcialidad, quizá porque a nadie le importe ya cuántos cayeron en la defensa de esta ciudad contra los nazis primero y los soviéticos después. Al fin y al cabo, el país está corrompido y no tiene identidad propia. ¿A quién le importa el sonido de las botas de 3 soldados desfilando? Solo un viajero español que observa con una mezcla de curiosidad y lástima. Me cuenta mi guía que el fuego que arde en la base del monumento es aprovechado por mendigos y sin-techo para calentarse en el crudo invierno moldavo.
Junto a la sede del gobierno, en la avenida principal, veo unas pancartas. Ana me confirma que el país sigue dividido entre quienes apuestan por un acercamiento a la Unión Europea y quienes, la mayoría de origen ruso o rusófonos, abogan por que Rusia preste apoyo al país entero, y no solo a la secesionista Transnistria. No hay conflictos todavía, pero sí manifestaciones en uno y otro sentido.
Paso la tarde solo, paseando por el centro de Chisináu. Me acerco a una chica que teclea en su ordenador portátil sentada en un banco, junto a la catedral. Para entablar conversación, le pregunto si el wifi es gratis, sin ninguna esperanza de obtener respuesta afirmativa. Sorprendentemente, me dice que sí, y lo compruebo. No solo es gratis, sino que la velocidad es aceptable; casi tanta con la que la chica responde a mis preguntas en un inglés muy digno. Sí, cuando termine sus estudios se marchará del país. Vienen dos amigas suyas, a las que estaba esperando para tomar algo y las tres me responden que sí, que emigrarán, que “no tiene sentido que nos quedemos aquí, donde no hay ninguna oportunidad”. Me duele comprobar que lo dicen de la forma más natural, casi extrañadas de que les pregunte algo de tan obvia respuesta.
Continúo mi paseo por el parque que adorna el centro de la ciudad. Chisinau es una de las ciudades con más superficie verde por kilómetro cuadrado de toda Europa. Es una urbe mucho más limpia y lustrosa de lo que imaginaba, como si quisiera disimular lo que de maloliente y desdichado tiene su política y su sistema de funcionarios. Lo cual compruebo en mis propias carnes cuando me dirijo al hotel.

Recuerdos soviéticos del mercado de Chisináu

Recuerdos soviéticos del mercado de Chisináu

Mercado al aire libre

Memorial soviético

Memorial soviético

Monumento a los caídos en la II Guerra Mundial
Realizo un giro a la izquierda, desde el Bulevar Stefan Cel Mare hacia la calle de Alexander Puskin, giro que ya había efectuado varias veces a lo largo de estos días, y me dan el alto dos policías. La placa del coche que había alquilado era rumana, y por tanto, yo era un extranjero susceptible de ser estafado sin mayor peligro para ellos. Ya conozco estas historias: deme su carné de conducir, ha cometido una infracción, le vamos a retirar el carné durante 3 meses, esto no pueden hacerlo, vaya, no podrá usted volver a España. Me ponen al teléfono a un intérprete que habla bien inglés y negociamos un precio: 500 lei moldavos (aproximadamente, 25 €). El policía se sube al coche, me ordena arrancar y deposito los billetes en la consola que hay junto a la palanca de cambios. Me ordena que le dé más, y no para hasta que alcanzo los 1.000 lei. Me devuelve el carné de conducir mientras mira a su alrededor antes de introducir los billetes en el bolsillo de su uniforme. Ten cuidado, me dice. Me ordena parar y se baja del coche.
Vuelvo al hotel y relato el episodio a la recepcionista del hotel, que estaba hablando en ese momento con la camarera. Lo que más pena me da no es el hecho en sí y lo que significa; lo más doloroso es el hecho de que a los trabajadores del hotel no les sorprenda que haya ocurrido esto, tan solo les sorprende la cantidad que tuve que abonar. Es decir, que la corrupción se da por hecho y es tan solo una cuestión de nacionalidad la que determina la cantidad que se debe abonar. No se avergüenzan de que eso pase en su país. Su “lo siento” y su manera de encoger los hombros en un gesto de inevitabilidad solo da soporte a las palabras que me decían las chicas de la plaza de la catedral: quedarse en este país significa aceptar las normas, estas normas, o frustrarte por no poder hacer nada por cambiarlas.
Subo a la habitación, me ducho y descanso un rato, poniendo en orden mis pensamientos. Este país, verde y de suaves colinas, lleno de gente amable y dispuesta a entablar conversación con un extranjero y a compartir con él su opinión, es en esencia una nación de apátridas, una amalgama imposible de rumanos y rusos e incluso turco-búlgaros cristianos que se afanan por encontrar un punto en común que ni tienen ni nunca tendrán. Un territorio situado en una encrucijada geográfica por la que se han peleado tantos imperios a lo largo de su trágica historia que nadie sabe bien qué o quiénes son.
Moldavia parece ser una mezcla que no termina de cuajar, un país en el que ni siquiera su población sabe cómo llamar a su idioma, donde no se identifica lengua con etnia porque todos dudan cuando se les pregunta qué eres, donde el ser el principio de lo ruso o el final de lo europeo es una desdicha.
Me visto y voy a conocer a Liliana. Habíamos coincidido a través de una aplicación para conocer gente. Soy mayor que ella, pero a sus 24 años tiene las cosas muy claras. Antes, paseo por la plaza central, junto al Bulevar de Stefan Cel Mare. Habían adornado la plaza con unos huevos de pascua iluminados que daban un toque genuinamente de semana santa. La cito en un restaurante, a las 22 h, que ya estaba cerrando y no pone ninguna pega cuando le propongo bebernos en mi habitación una botella de vino que había comprado (siempre hay que estar prevenido), ni tampoco puso objeción alguna cuando la besé. Las conversaciones son mucho más profundas y sinceras cuando no queda ningún rincón del cuerpo del otro que no hayas visitado, y puedo conocer su punto de vista sobre el país. El punto de vista de una joven con toda la vida por delante que me cuenta cómo su abuela, profesora de francés en un instituto, sobrevive con una mísera pensión de 75 € al mes compartiendo la casa con su hermana y dando clases particulares de este idioma a sus 78 años de edad. Me cuenta que no hay gente joven que sostenga el sistema de pensiones, pues la emigración ha sido de tal magnitud, que la pirámide poblacional está absolutamente descompensada. Me cuenta que, cuando termine la universidad, se irá a Canadá, donde se unirá a su prima, que ya lleva allí unos años.
Se marcha y me deja una sensación de vacío, y no solo en el sentido literal. Este país de gente tan amable y preparada se desangra en una hemorragia incesante.

Una matrícula curiosa

Mujeres arreglando un jardín público

Jugando ajedrez

Catedral el viernes santo

La plaza central con motivos de pascua

La plaza central con motivos de pascua

Arco del Triunfo de noche
Duermo: al día siguiente me espera Transnistria. El viaje a este pudridero lo desarrollaré en otra entrada. Cuando vuelvo de su capital, Tiráspol, visito de nuevo el centro. Me llama la atención un casino, al que decido entrar para intentar compensar los 1000 lei que me estafó el policía del día anterior.
Cuando entro, me sumerjo en la Rusia de los años 80. O en la Transnistria del siglo XXI, que viene a ser lo mismo. Un edificio imponente, con grandes escalinatas que suben y bajan a cualquier sitio, y un recepcionista impertérrito que, sin hablar ni una sola palabra de inglés, me pide el pasaporte.
Me acompañan a la sala de juegos, donde soy el único cliente. No veo mesa de Black Jack, pero montan una para mí, y empieza la jugada. No admiten euros, pero es que tampoco admiten lei moldavos, ni lei rumanos, ni rublos transnistrios. La moneda oficial es el dólar americano. Cambio mis lei por dólares y tras poco más de dos horas, gano lo suficiente para pagarme la excursión a Transnistria y la “multa” de los corruptos policías.
Con aproximadamente 300 € al cambio en el bolsillo, me siento realmente rico, así que decido hacer una cura de humildad marchándome al monasterio de Capriana, del que me habían hablado maravillas. Se encuentra a 40 km de Chisinau y la visita merece la pena. Un monasterio ortodoxo reconstruido en el siglo XVI que fue saqueado durante el periodo soviético, pero que conserva su antiguo pasado de esplendor y que luce prístino e imponente en el fondo de un precioso valle.

Abandonando Chisináu

El típico Lada

Paisaje moldavo

Alrededores del Monasterio de Capriana

Monasterio de Capriana

Inscripción en el Monasterio de Capriana

Interior del Monasterio de Capriana

Alrededores del Monasterio de Capriana

Desvío a Gagauzia
Vuelvo a Chisinau y paro a una familia que hace autoestop. No hablaban ni una sola palabra de inglés, y por señas me dicen que están muy cansados de andar. Son cuatro, entre ellos una niña de apenas 7 años.
Con ganas de más naturaleza, me acerco al parque de Valea Morilor, uno de los más grandes de la ciudad, con un gran estanque donde dos chicos pescan, unas madres con sus hijas pasean y parejas de adolescentes se dan la mano y se besan tímidamente. Una estampa de lo más normal en un sábado de primavera, que llena el parque de un olor inconfundible a flores. La calle por la que subo con el coche está llena de chalés y coches de alta gama, intuyo que esta es la zona rica de la ciudad.

Parque Valea Morilor

Parque Valea Morilor
Vuelvo al centro, que me atrae de manera especial. En la catedral de la Natividad había una concentración de gente fuera de lo normal. La policía acordonaba la iglesia y toda la explanada central hasta el arco del triunfo. Las campanas suenan marciales, a intervalos de 10 segundos. Intrigado, me abro paso hasta la primera fila mientras las campanas aceleran sus sonidos hasta ser un tañido constante, que es cuando la comitiva formada por sacerdotes ortodoxos y figuras importantes de la ciudad avanza hacia la catedral mientras los flashes de las cámaras disparan ráfagas sin cesar. Le pregunto a unos chavales. Estudiantes, 19 años. Hoy, sábado santo, se celebra el fuego de Jerusalén. Todos los creyentes van a la catedral a encender sus velas, que llevan a sus casas y quedan prendidas en conmemoración de Cristo resucitado. Están encantados de hablar con un extranjero, como si fuera un preludio de lo que en el futuro tendrán que hacer a diario cuando dejen su país… lo cual “of course” han pensado y harán. Les hablo del episodio con los policías y de todas las reflexiones que he hecho durante estos días, y las afirman categóricamente: Moldavia se desangra. Moldavia es un país bello pero decadente y sin futuro. Sin embargo, lo dicen con alegría, aceptando lo que hay y sin un solo destello de amargura, con esa seguridad y aplomo de quien ha aceptado de buen grado su destino.
Vuelvo al hotel conduciendo por las concurridas avenidas de Chisinau, realizando ese recorrido por última vez, esta vez sin policías corruptos que me den el alto. En mi cabeza resuena el “of course” de estos últimos chavales mientras observo a cientos de ciudadanos portar sus velas encendidas, con mucho cuidado para que no se apaguen.
Duermo y me despierto temprano. Es mi última mañana en Moldavia, pues vuelo desde Bucarest a las 21:00 h. Me sorprende un mensaje de Rosa, la chica con la que cené mi primera noche en el país: va a acercarse al hotel para traerme dos pasteles que ha cocinado su madre para mí y que solo se hacen el domingo de pascua. Tomamos un café y nos despedimos. Cojo el coche y conduzco hasta la frontera, no sin antes comprar un cartón de tabaco para gastar los lei que me sobraban.
Sabía que solo está permitido pasar 2 paquetes de Moldavia a Rumania, pero los escondo en varios sitios con la esperanza de que no me registren. Fue en vano. Tanto en el puesto moldavo como en el rumano, solo me preguntan una cosa: “cigarettes?” Lo niego en el moldavo, pero en el rumano acepto que soy fumador y que llevo un par de paquetes. Me hace bajar del coche y me abre la maleta. Ahí había un paquete. Mete las manos en los bolsillos de la cazadora: ahí había otro. Abre mi mochila y ve otro más. Llama a su compañero y entro en un estado de nerviosismo importante. Me descubrieron 5 paquetes finalmente, y me informan de que el máximo son dos. Me disculpo, me hago el ignorante y sorprendentemente, no solo cuela, sino que me dejan pasar con ellos. No obstante, esos minutos no se los deseo a nadie. Afortunadamente, todo quedó en un susto.
Cruzo el puente y me adentro de nuevo en Rumania, dejando atrás Moldavia. Paro en la carretera y echo un último vistazo al país, desde la distancia, y me viene a la mente la imagen de la gente portando sus velas con cuidado para que no se apague la llama. Y pienso en cómo esa llama que alimenta las esperanzas de una resurrección podría simbolizar las esperanzas de los centenares de miles de moldavos que vieron cómo se apagaban esas llamas en su país y decidieron poner tierra de por medio. Cómo debe doler abandonar una tierra fértil, verde y de suaves colinas para poner rumbo a lo desconocido. Abandonar a familiares y amigos, gente alegre, comunicativa, preparada y con ansia de conocer qué significa la palabra futuro.
Ha sido por serendipia como me he enamorado de Moldavia, un país que nunca me atreveré a decir que es pobre. Porque si a un país lo hace su gente, Moldavia es rica. Inmensamente rica.
Para terminar, el video de mi viaje por Moldavia:
Y hasta aquí llegamos por hoy. Espero que les haya gustado este pequeño viaje a Moldavia y que nos sigan acompañando en las siguientes entradas del blog. Como siempre, antes de irse, pásense por las redes sociales y le dan “seguir” al Blog… hagan el grande favor y colaboran : Twitter / Instagram / Facebook / Youtube.
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